lunes, 26 de enero de 2009

Todo el mundo te ama cuando estás muerto (1)


Por Miguel Barreda (2)

Yo la miro y ella me mira con sus miles de ojos y quizás tenga en la conciencia miles de imágenes mías o una sola descompuesta en miles de fragmentos. Una granada que estalla. Pienso en los pedazos de vidrio que se me incrustaron en los brazos cuando corría con una botella de cerveza para mi padre y tropecé. Es extraño pensar en eso ahora. Es extraño pensar en cualquier cosa ahora, sentado en esta dura silla de madera, el trasero duro como una manzana a punto de ser triturada. Hace horas que no me levanto. Presiento que al hacerlo unas manos invisibles me tirarán hacia el suelo y quedaré al mismo nivel que mi moral, mientras el frasco de Valium flota en el ambiente, lejos del alcance de mis manos.

La mosca despega, revolotea, se cansa pronto y vuelve al mismo lugar en la pared, como si fuera el accesorio desmontable de un aparato frío y llano sin utilidad conocida; mas cualquier cosa puede convertirse en un aparato para matar. Un teléfono me resulta más peligroso que una ametralladora; mata en voz baja. (Ya no recuerdo las palabras, pero todas tuvieron el mismo sentido, todas fueron maniobras concéntricas en torno a un solo propósito).

Hay una mancha en la pared, allí donde la mosca siempre regresa. Debe ser la huella de algún grito que di en la oscuridad anoche, cuando apagué la luz convencido de que iba a poder dormir, o la salpicadura de alguna bebida. Para cerciorarme le doy un lengüetazo a la pared. Es algo dulce. La mosca ha volado al acercar yo mi cabeza, mis miles de cabezas, y se ha posado sobre la mesa, cerca de las miles de cartas que quiero escribir. La pared tiembla, se derrumba sobre mí, pero yo permanezco sentado, con la cabeza intacta, tan sólo atravesada por una lanza que no quiero saber quién ha tirado. Mi propia cabeza es una bala de cañón que ha matado a unos niños alineados delante de una escuela; es un hueso esférico chamuscado con tres orificios distribuidos sin orden ni sistema; es un conventillo de muchas puertas, por una de las cuales se ha escabullido mi razón para encerrarse en un lugar donde nadie la vea llorar o ha salido a la calle cuando pasaba un camión cargado de plátanos. Dentro de mí duerme un pero flaco; ¿cómo puedo estar corriendo ahora por un callejón perseguido por un ejército de carniceros, gritando que tengo miedo, sin moverme de aquí?

¿Cómo puedo estar aquí percibiendo el vacío y no en un lugar excento de cualquier definición? Pienso en ella, o en él, ya no recuerdo el sexo de mi amante; sólo recuerdo que ya no estuvo. No me dejó, sencillamente se fue, pero no obstante me siento como un huevo olvidado en el nido a medio incubar. ¿Y ahora qué? ¿Salir a la calle porque el encierro sólo hace menos soportables estas sensaciones? No sé si pueda.

Mi sangre también se lamenta por estar encerrada en mis venas. No sé si pueda, me digo, y para entonces ya estoy en la avenida. Los autos pasan a toda velocidad. Sopla el viento, me tambaleo. Me tiemblan las piernas, me tiembla la conciencia. Mi razón ha empacado sus cosas y se ha marchado en un tren. La carne es débil, la razón lo es más. Cruzo la avenida y oigo el chirrido de unos frenos y los peores insultos que jamás he oído contra mi madre. Eso me reconforta, es saludable oírlos ahora que casi había perdido todo interés por mi origen. Es el paso hacia atrás antes de. Los insultos me persiguen hasta la vereda de enfrente.
Unos chicos amontonados en una esquina me han visto y se ríen. Me señalan con esas manos que sostienen botellas de ron y se ríen. Me acerco a ellos y me ofrecen un trago que no acepto. Se burlan de mí y yo me voy hacia una calle oscura. Tengo miles de piernas y puedo andar con rapidez, aunque la mosca no esté aquí; antes de salir la aplasté contra la pared.

Por un instante me siento tranquilo, no me inquieta la idea de ser acechado por gente que quiera asaltarme; sin embargo he llegado a otra calle antes de que me den alcance, tengo miles de pies, y en la esquina hay un policía que exhibe su espalda para que alguien pruebe en ella su puntería. ¿Por qué me mira de soslayo? ¿Por qué pienso que la mejor manera de despedirse es dándose la espalda para no descubrir en los ojos del otro, de la otra, el menor indicio de desear un reencuentro y para sólo tener que enfrentarse al camino?

Apoyado en una baranda, ahora lejos de allí y sin el menor deseo de saber cómo he llegado a este lugar. Lo que veo allá abajo son las vías del tren –mi razón se ha marchado en uno– y no un río como hubiera deseado para que mi escupitajo fuera arrastrado por la corriente; mi escupitajo resonó al caer y ahora brilla más que los mismos rieles con el resplandor de las luces de la fábrica aledaña donde los obreros pierden su tiempo ajustando tuercas o dando martillazos, martillazos en mi cabeza, mis miles de cabezas y miles de fábricas ahora, porque las lágrimas multiplican la visión, las visiones, y ahora sé que nadie me ve, sé que ha despertado ese perro que dormía en mí y sé que voy a estar muerto cuando haya pasado el próximo tren y yo haya dejado de llorar.


(1) Relato merecedor del primer premio del concurso "El cuento de las mil palabras" de la revista Caretas, 1987.
(2) Lima, 1967. En 1984 viaja a Alemania, donde estudia Lengua y literatura germánica y románica en la Universidad de Münster. De 1990 a 1996 estudia dirección de cine en la Academia Alemana de Cine y TV de Berlín, Alemania. Desde 1997 trabaja como autor y director independiente para cine y televisión. Ha realizado 15 cortometrajes de ficción y documentales, y el largometraje Y si te vi, no me acuerdo (2001).

domingo, 25 de enero de 2009

Los cerros bajan


Por Miguel Ildefonso

Yo nací en 1970 en Lima, y viví desde entonces en una Urbanización llamada Apolo, en La Victoria, en la salida hacia San Luis, un poco allá de las faldas del cerro El Pino, cerca de La Parada. Desde pequeño la música fue el sostén de mi alma, me acompañaba a todos lados, ya sea oyéndola en casa, en las calles, o cantada por mí mismo. La música era el rock fundamentalmente, también las baladas en español, y algo de huaynos que mis padres escuchaban de vez en cuando, cuando el trabajo les permitía momentos de solaz o en alguna fiesta. Y en Apolo se oía lo mismo, además de salsa, que en los 70s era despreciada por las clases altas, hasta que vino Rubén Blades, y los pitucos empezaron a bailarla. La chicha era aún más marginal. Doblando la esquina de mi calle, estaba el Quinti, local mítico para el conocedor de este género musical que hasta el día de hoy sigue evolucionando. Y qué decir de Así Es Mi Tierra, otro local más grande, donde también se iba a bailar como los bravos, con cuchillo incluso, y que fue luego escenario de las disputas entre Los Shapis y Viko. Pero yo era pequeño, y la verdad que entonces no me gustaba tanto la chicha, excepto algunas canciones, y justamente las de Papá Chacalón. “!Cuando canta Chacalón, los cerros bajan!” Decían todos. Y recuerdo que con mi manchita de niños una vez fuimos a un local donde se hacían estas fiestas y que era del tío de mi amigo Marco Barahona, que quedaba en la av. México, más allá nomás del Así Es Mi Tierra. Vi allí a Chacalón por primera vez, y vi a los bailantes con sus pantalones acampanados, las camisas de cuellos anchos y abiertos, tomando cervezas hasta empezar con las broncas.

¡Qué tiempos! Lorenzo Palacios, conocido como Chacalón, es ya toda una leyenda urbana, símbolo de la transformación de la ciudad de Lima y las demás urbes peruanas. Sé que nació en el cerro San Cosme un 26 de abril de 1950, cerca del Hotel Lima en La Parada, donde vivió el pintor Víctor Humareda, otro de mis íconos a quien dediqué mi último libro. Hasta fue muy sintonizada una serie mal hecha que se hizo sobre su vida, allí se vio su paso por el grupo Celeste y su posterior consagración con La Nueva Crema. Chacalón representa toda esa fusión, ese sincretismo que nos caracteriza a los peruanos. El nombre de su grupo, La Nueva Crema, viene de Cream, grupo de rock de los 60s. Juan Rebaza fue el creador de “Soy Provinciano”, pero Chacalón también componía, y lo hacia muy bien. El más grande tema para mí, a mi gusto, es
Cruz Marcada, y allí él nos habla de su futura muerte.

Un viernes 24 de junio de 1994 muere Chacalón, recuerdo que me encontraba escribiendo una madrugada, no era tan tarde, y escuché en Radio Inca, que justamente estaba sintonizando, oyendo sus canciones, que él había dejado de existir. Fui a su velorio, y tal como su admirada Flor Pucarina, también fue velado y enterrado con una increíble cantidad de seguidores que lloraban y cantaban sus temas. Yo me quedé cantando con un vaso de ron “Cruz Marcada”: “Soy pobre muy bien lo sé/ soy pobre muy bien lo sé/ nací con tanta pobreza/ nací con tanto dolor/ en el mundo existe la envidia/ tampoco nada de paz./ No tengo nada que darte/ se burlaron de mi querer/ con lágrimas pido al cielo/ que alumbre mi camino./ Algún día yo he de triunfar/ pero antes llevaré esta cruz (bis)”.

Su tumba hoy es motivo de peregrinaje, en el que sus fieles le piden milagros, por ejemplo: “Chacalón, te pido por favor la salud de todos mis familiares y de todas las personas. Y que ojalá no repita de año. Te quiero: Yessenia Amoretti.” Otro: “Sr. Chacalon, hemos venido de tan lejos a visitarte, porq’ somos tus hinchas. Bendice a nuestra familia. Chimbote 01 de setiembre de 2006.” Otro más: “Somos tus hinchas, Marcelina, Elizabeth y Liolia con cariño. Venimos de Chorrillos, la 42, la zona mas brava.” Si quieren ir a pedirle algún milagro vayan a El Ángel, y es fácil de encontrarlo. Y yo sigo cantando, aquí en La Molina, donde ahora vivo, y en esta cabina de un pueblo joven llamado Los Pinos adonde mis pasos me han traído buscando cabina que no hay por donde vivo, y chiquillos haciendo bulla, y uno, quejándose o cansado de la música que ponen, pide “pon uno de Chacalón oe”, y sé que él vive aquí, Chacalón, y, parafraseando al poeta Enrique Verástegui en su poema a Giordano Bruno, yo vivo en él.

sábado, 24 de enero de 2009

Agujas en el pajar

En uno de los distintos usos del Internet se gesta el desarrollo de perfiles, muchas veces dudosos, de lo realidad a través de la avasallante lógica informativa que cada vez se acrecienta más con la creación de nuevas ventanas con disímiles intereses; dentro de esta herramienta algunas tienen por preferencia lo literario, administradas, generalmente, por gente relacionada a la creación literaria que de a pocos establecen otro tipo de canon alejado de las distinciones, muchas veces acertadas, de periodistas culturales en distintos medios impresos. Es cierto que algunas veces los post de los bloggers peruanos tienen el calibre de lo fugaz, pero a pesar de ello se encuentran cosas que a ojo de buen cubero son gratas:

La poeta Victoria Larco (Trujillo, 1981) publicó el 2006 en la revista literaria Mosca ingrávida, dirigida por el poeta, radicado también en Trujillo, Alberto Alarcón (Piura, 1949), textos de alta factura. Larco en entrevista realizada por Matilde Granados en su weblog menciona que su relación con la poesía es “búsqueda interna y [un] modo de expresión mediante la palabra”; el ejercicio escriturario del que “uno jamás se puede librar” le es significativamente paradójico cuando manifiesta: “La poesía es como mi laboratorio. Un laboratorio de cuerpo y piel en el cual se pueden experimentar miles de sensaciones. Lo más frustrante, es cuando se quiere volcar eso a palabras, y te das cuenta de lo vago que puede ser el lenguaje en ciertas circunstancias”. Además agrega que “El entusiasmo siempre es bueno, pero a veces se necesita más que eso” cuando aprecia la producción de algunos novísimos poetas.
Es de esperar que su “fobia a publicar” se disipe y por entonces la vertiente de su palabra ilumine distintas lecturas.

En el weblog Prohibido estacionarse administrado por Stanley Vega se lee una crónica de Miguel Ildefonso al poeta Enrique Verástegui (Lima, 1950) quien ante la pregunta de uno de sus contertulios sobre la relación de ciencia y poesía menciona que “Es una relación directa y está dada a través de la música. La música forma parte de la ciencia y del mundo. Poesía es ritmo, y el ritmo es matemática.”
Verástegui al señalar que el “Internet cambia la mentalidad de las personas […] de la comunicación” ve de forma previsora que dentro de este entramado contemporáneo la poesía “sobrevi[rá] en un mundo de celulares, Internet, DVDs. Tantos inventos que aparecen todos los días, y que desaparecen por igual, revelan que la poesía tiene un sentido: el sentido de la permanencia.” Más adelante sostiene acertadamente que “La poesía es conciencia crítica […] es la rebelión creadora frente a la realidad que, por definición, es deficiente siempre. La poesía es la nueva utopía, lo decía Rimbaud: el poeta debe ir por delante de la acción.”

Por otro lado, una actividad que se eslabona a la poesía, o a lo literario en general, es la edición de textos; especial atención merece aquello cuando es el mismo autor quien le agrega su capacidad creativa para diseñarlos en los distintos detalles que conlleva su edición, luego de tan peregrina actividad se tiene por resultado un libro de impecable manufactura. Existe una tradición cercana de aquella labor en José Ruiz Rosas (Lima, 1928) con La Campana Catalina, y años atrás en Javier Sologuren (Lima, 1921 - 2004), con sus legendarias ediciones de La Rama Florida. Graffiti de zoo (2003) de Juan W. Yufra (Ilo, 1977) se distingue por esas sutilezas; recientemente Yufra en su weblog personal ha publicado Fábulas de Castell Dos Rius (2009), conjunto de poemas que los manufacturó en Triángulo ediciones; del mismo modo dicha labor la realiza Cristian Astigueta (Tacna, 1980) con Naveburdel editores, quien a publicado Nena/nena o el blues animal (2008) de donde se desprenden los siguientes textos:


hoy anido los postes
me hago a la calle
puramente espacial
malogrado pintarrajeado
relamo los hostales
sangro lloro vomito
por adormecerme
en tu goce universal
por comprender
que toda la creación
se la debo a tu amor
i nada se parece a tu maldito
i supurante amor


………

este cuerpo maquinal
(perverso casi ajeno)
se mimetiza
entre las promesas falsas
se zurce el himen
para no despertarte
d e s e s p e r a r t e
nena te ofrezco
raro como caramelo
arrancado a la basura
a las tripas incoloras
de los ángeles

jueves, 22 de enero de 2009

Las aventuras del doctor Alcántara narradas en el diario de Rosa Francisca Ureta (1)



Por Zoila Vega Salvatierra (2)

Don José de Goyeneche y Barreda había nacido demasiado joven. Era hijo de una de las familias más poderosas de Arequipa, tenía un hermano candidato a la grandeza de España en la corte de Madrid y había ocupado la silla episcopal a la inverosímil edad de 34 años, gracias al poder de sus parientes. Era un prodigio de supervivencia porque había sido el último obispo de la colonia y el primero de la república, había lidiado con dos virreyes españoles y seis presidentes republicanos, ninguno de los cuales le causó mayores sustos a excepción del Generalísimo Simón Bolívar, que tuvo la descortesía de esquimarle veinticinco mil pesos de plata, los cuales pagó sin chistar. Era un español realista en su corazón y sus huesos. Cuando se produjo la batalla de Ayacucho y a Arequipa no le quedó más remedio que jurar la independencia, Su Ilustrísima se tragó su orgullo para poner la nueva patria bajo la advocación divina.
Decían de él que tenía una moral de acero, que cuidaba mucho del orden del clero de su diócesis y que sus virtudes compensaban cierta desidia de su temperamento. Su apariencia afable, su voz susurrante y su generosidad contribuían a consolidar su imagen de buen pastor. Puertas adentro, era un luchador incansable de la autoridad de sus fueros y más de una vez se había trenzado en pugnas con el alcalde y el prefecto cuando se trató de hacer respetar la autoridad eclesiástica. Había recurrido algunas veces a métodos poco cristianos para eso, limpiando muy bien el rastro para proteger su imagen pública. Desafortunadamente para él, todavía existían laicos inteligentes que se daban cuenta de sus maniobras y algunos de ellos, como Mario Alcántara, eran irreductibles.
Cuando el doctor Alcántara se hizo anunciar, el obispo estaba pensando precisamente en que era muy irónico que tanto trabajo de imagen se viniera al suelo por culpa de alguien que había tenido poco control de sus pantalones y que amenazaba acabar con el prestigio de la Diócesis de Arequipa, única en el país con la suficiente solidez como para imponer la autoridad de la iglesia en todo el territorio peruano, dado que las otras sedes estaban consumidas por el caos y las guerras civiles.
El doctor Alcántara venía de etiqueta rigurosa, provocando la sonrisa del obispo. Pese a ser un anticlerical convicto y confeso, el doctor respetaba suficientemente al prelado como para trajearse y venir a comer con él. No obstante, la cara del médico, ligeramente pálida, le mostró a Su Ilustrísima que tenía que ser menos ingenuo para arreglar aquel asunto.
—Mi querido doctor, me siento honrado.
Alcántara también descubrió que la legendaria pasibilidad del obispo estaba alterada y que un ligero color carmesí le teñía la piel visible por encima del alzacuello. ¿Qué podría hacer que el corazón de Su Ilustrísima se acelerase tanto?
Conversaron de política, con atención particular a las acciones de Castilla que acababa de nombrar a don Mariano, hermano del Obispo, presidente de la Junta Reconstructora de la catedral de Arequipa. Era algo muy natural, siendo que el coronel había iniciado los trabajos con verdadero entusiasmo. El propio obispo corría con casi la totalidad de los gastos y la familia de Goyeneche en pleno ya estaba lista para contratar la confección de una nueva custodia cuajada de joyas, altar, confesionario y púlpito nuevos. Habría que comprar un reloj magnificente y restaurar los vitrales, en fin, varios gastos menudos que Su Ilustrísima pagaría con todo gusto de su propio peculio.
Ese detalle colmó la paciencia del doctor Alcántara. En cierto momento dejó la sopa y preguntó a bocajarro:
—¿Qué pecados estamos pagando para desplegar tanta generosidad, Su Ilustrísima?
El obispo se quedó un momento en silencio, mientras sus dos secretarios, que asistían a la comida, se pusieron rápidamente de pie. Empezaron a decir que sería mejor que el doctor se retirase, pero el prelado los detuvo.
—Me harían muy feliz, sus paternidades, si me dejan un momento solo con don Mario.
Consternados, los dos sacerdotes no supieron cumplir la orden inmediatamente. El obispo les dedicó una sonrisa tranquilizadora y repitió la petición. Ellos obedecieron con reticencia y salieron mientras la alfombra absorbía el taconeo de sus zapatos. Cuando cerraron la puerta, el obispo se volvió al doctor.
—Para ser hombre de ciencia, tiene usted poca templanza, don Mario. Termine la sopa, hágame el favor.
Alcántara sacudió la servilleta.
—Su Ilustrísima. No juegue conmigo, no soy un seminarista y tampoco soy una vieja beata a la que puede meter los dedos a la boca impunemente. Lo que tiene que decirme, dispárelo de una vez. No tengo que esperar hasta los postres.
El obispo levantó las cejas y respiró para conservar la paciencia.
—¿A usted lo han bautizado doctor?
—Por desgracia. Nadie me preguntó mi opinión —contestó el médico.
—Pero en algún momento de su vida debió rezar el Padrenuestro con todo fervor, ¿o no? Dígame la verdad. ¿No creía en un ser divino por encima de todos nosotros vigilando nuestros pasos?
Alcántara sonrió.
—Su Ilustrísima, no viene a que me evangelice usted.
—Usted creyó, Alcántara, y creyó mucho. ¿Qué fue lo que le quitó la fe, si es que tal cosa puede perderse?
—Si quiere saberlo, no me parece que necesite interlocutores para hablar con Dios, especialmente esos que incendian iglesias y disimulan sus andanzas.
El obispo palideció, pero en su larga carrera había aprendido a no darse el lujo de perder la paciencia con un exaltado.
—Si usted es tan descreído como pregona, si tanto fastidio le provocan las cosas de la iglesia y sus ministros, no debería importarle que se hubiera incendiado la catedral. Debería estar feliz, don Mario. Sin embargo trata desesperadamente de averiguar lo que pasó. ¿Debo creerle que es para darse el lujo de desprestigiarnos?
Alcántara tuvo que admitir que no sólo era eso. Le gustaba poder ganarle un partido de ajedrez político a los canónigos, además resultaba una victoria deliciosa ridiculizar a Su Ilustrísima y denunciar que los pollerudos habían incendiado su propio templo, pero algo más lo impulsaba.
—Yo le voy a decir qué es —siguió el obispo, leyéndole la mente—. Es porque, con todo su ateísmo, su liberalismo y su cientificidad a usted también le duele que se haya quemado.
Alcántara sonrió despectivamente.
—Ilustrísima, no suponga tanto.
—Le duele más que a nadie, porque como hombre educado sabe lo que esa catedral representa: el nexo con nuestro pasado, la imagen del hogar, la identidad de nuestra ciudad, las promesas de su futuro, de sus sueños, ¿no es cierto? Un pedazo de nosotros no será nunca el mismo.
Alcántara no dijo nada, pero don José se dio cuenta de que estaba acertando.
—No sufra doctor. La vamos a volver a levantar y será una catedral mejor. Con nuevos sueños, y producirá nuevos recuerdos.
—Sintiendo que perdía la batalla, viendo que el obispo imponía su astucia, Alcántara preguntó con rudeza.
—¿Para eso la incendiaron?
Esta vez, la mano del obispo cayó violentamente sobre la mesa, mientras su cara enrojecía con violencia. Sus delgados labios se apretaron súbitamente, pero aún así no dijo nada. Espero unos minutos hasta tener nuevamente dominio de su voz.
—¿No se le ha ocurrido pensar que yo amaba más ese edificio que usted, doctor? —dijo el obispo—. ¿Cómo iba a incendiarlo si en él perduraba lo último que queda del mundo en el que crecí?
El tono era ligeramente tembloroso e impuso respeto al doctor Alcántara. El obispo se puso de pie con mucho esfuerzo y caminó a una mesita cercana donde descansaba un rosario y un breviario. Había cumplido la sesentena, pero Alcántara pudo ver que en el último mes había envejecido diez años.
—Usted me llama godo y chapetón —siguió el obispo—. Sabe que tengo un hermano que fue oidor en Lima y otro que es miembro de la corte de Madrid. No necesito ocultarle las simpatías realistas de mi familia, ni las mías. Entenderá perfectamente lo que significó la independencia para nosotros. Y entenderá por qué me duele que se haya quemado la catedral.
Alcántara también se levantó y guardó un respetuoso silencio, esperando que el obispo se repusiera.
—Su Ilustrísima, quizás usted no la incendió, pero al proteger a los culpables provoca que la opinión pública siga engañada. La impunidad es casi tan terrible como el mismo crimen.
—Puedo asegurarle, doctor —contestó el obispo—, que el culpable ha sido castigado con creces.
Alcántara se quedó sorprendido. Sólo pudo pensar en el muerto de la Apacheta.
—Su Ilustrísima, los muertos no incendian catedrales.
—Es por eso que lo mandé llamar —dijo el obispo recuperando su autocontrol e indicándole un sillón a Alcántara mientras él se sentó en otro—. El prefecto me ha dicho algo sorprendente y quiero que usted me lo confirme.
Se trataba de Arturo Campos. El arzobispo quería saber si el doctor había encontrado indicios de que se había quemado después de muerto, pero el doctor no quería soltar prenda hasta no saber qué obtendría.
—¿Qué quiere usted?
—Su Ilustrísima, quiero la verdad.
—Siempre y cuando no salga de este cuarto, no puedo decirle nada, don Mario. Lo siento, pero aún tengo mucho que proteger. La verdad haría mayor daño que la piadosa mentira.
El doctor Alcántara no necesitaba que le contaran lo que ya sabía. Era cuestión de orgullo poner contra la esquina al obispo y la mentira piadosa era un expediente muy socorrido cuando se trataba de esconder cosas muy, muy graves.
—No puedo prometerle silencio, Su Ilustrísima. Ustedes están muy acostumbrados a hacer y deshacer sin que nadie les pida cuentas.
El obispo entonces sonrió.
—Qué bueno que no le quedan pruebas, don Mario. Al menos en eso puedo estar tranquilo.
El doctor recordó el resplandor que había iluminado la Apacheta hacía varias noches, la mudez de Macario y la pronta partida de Filiberto Condori a la costa y no pudo evitar sonreír. El viejo zorro se las sabía todas.
—Muy bien, Su Ilustrísima. Empezaré diciéndole que Arturo Campos ya estaba muerto cuando se incendió la iglesia. Le hundieron la tráquea, lo asfixiaron, fue un asesinato. Quemaron la iglesia para cubrir ese crimen.
El obispo cerró los ojos con dolor.
—¡Santo Dios misericordioso!
—¿Por qué escondieron el cuerpo, señor Obispo? Fue fácil enterrarlo en la fosa común. Era un chico de un pueblo lejano, sin parientes que pidieran por él y luego fingir que lo habían mandado al Cuzco, por algún motivo que a nadie le importó. Si hubiera sido un hijo de nombre conocido, usted lo habría hecho mártir. ¿Qué hay de vergonzoso en Arturo Campos?
El obispo hizo un gesto de paciencia con las manos. No podía resistir los ímpetus del doctor.
—Todo ha sido mi culpa, doctor, desde el principio. Había una canojía en disputa y podía haber sido para el buen Arturo, pero se le dio a alguien más y Arturo reaccionó con violencia. No quiso acatar nuestra decisión y esa mañana en la catedral pidió explicaciones a quien no tenía que dárselas. Hubo una lamentable pelea y en ella cayeron las velas sobre el altar que habían armado las señoras de la cofradía, se incendiaron las telas y la alfombra y por eso...
Se detuvo un momento, respirando con dificultad. Alcántara trataba de asimilar la increíble historia. Empezó a darse cuenta de quién era el otro sacerdote, el beneficiado con la canojía, el atacado por Arturo, el que lo había matado “en defensa propia”. Emilio Uceda, el protegido del obispo.




A la mañana siguiente, el doctor Alcántara abrió su consultorio a las nueve de la mañana y la primera persona que tocó la campanilla fue el Querubín Negro. El doctor abrió la puerta y se encontró con un maniquí de cera, ojeroso, tembloroso, pero más sereno que el que lo había abordado la noche anterior: El doctor le indicó que pasara y el Querubín Negro entró, con la cabeza gacha y los pies arrastrando. El doctor le indicó que se sentara, el chico se sacó el sombrero y esperó a que el doctor se lavara las manos, se las secara y se sentara junto a él. Tenía miedo de hablar porque no sabía cómo empezar.
—¿Qué estás esperando, Emilio? ¿Estás repasando la versión que me vas a contar a mí? —le increpó el doctor viendo que se demoraba para hablar.
Emilio Uceda abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir y acabó con la paciencia de Alcántara.
—Quédate callado, crío sinvergüenza. Yo te voy a decir lo que pasó, para ahorrarte tantas mentiras. Y déjame decirte que el obispo no es ningún estúpido. No te ha creído ni la mitad de la novela que le has contado, pero tienes suerte que te quiera tanto como para hacer tonterías por ti. Perdió su catedral y el hijo que no tuvo. Al menos deberías tener la decencia de decirle la verdad. Peleaste con Arturo Campos, pero no fue por la canonjía. Tenían otra cosa pendiente, algo que también estaba en pugna, con faldas y trenzas: Carmela Cisneros. Te sorprendió con ella, pelearon, se te fue la mano, y lo mataste. La parte donde se incendia la iglesia porque tiraron las velas es cierta. Sólo me falta saber si Campos fue quien mató a Carmela. ¿Por eso lo asesinaste?
Uceda movía la cabeza como un loco. No acertaba a entenderse a sí mismo entre untar de guiños y tics nerviosos. La voz se le había atascado y manoteaba como si se estuviera ahogando.
—Ella... no estaba allí.
—No me mientas. Don José sabe que hubo una mujer de por medio, pero no tiene idea de que estaba en la catedral ese domingo. Yo sé que estaba, Emilio. Su hermano Macario la siguió. La estaba esperando afuera y cuando empezó el incendio entro a buscarla, no la encontró, pero vio muerto a Arturo. Por eso salió corriendo, ya había ido otras veces, ¿no es cierto? Le dabas cita en la catedral después del servicio. Pero hubiera sido terrible confesarle eso a Su Ilustrísima. Sacaste el cuerpo sin que te vieran. Aún no sé cómo hiciste eso, sabías que a Filiberto Condori lo prestó el prefecto para hacer el trabajo sucio de volar la fosa común cuando yo me acerqué demasiado y viste por conveniente darle otro trabajo en nombre del obispo. Enterraste a Carmela en Cayma a espaldas de su Ilustrísima.
Viniste aquí, fingiendo ser espía del obispo, para saber qué había averiguado yo. Me has estado siguiendo, sabes que fui a Tingo a hablar con Filiberto, sabes que fui a Cayma. Me extraña que todavía Filiberto y yo no hayamos aparecido con la tráquea hundida.
Uceda se revolvió furioso y gritó.
—No soy un asesino. No quiero lastimar a nadie más.
—Dile la verdad al obispo.
—¡No!
El doctor se levantó y le señaló la puerta.
—Entonces lo haré yo. Su Ilustrísima cuenta que tu remordimiento será suficiente castigo, pero yo no lo creo así. ¿Qué pasará cuando otra muchacha vuelva a colgarse de tu apariencia de ángel? No volverás a usar el confesionario para pescar incautas ni encontrarás chivos expiatorios nunca más, Emilio.
El joven no se levantó. Miró al doctor un largo rato y luego hundió la cabeza. Su voz salió muy ronca, quebrada.
—Doctor, por piedad. Ya ha sido cruel perder lo más que quiero. Mi penitencia empezó hace mucho, cuando ni la belleza que todos alaban ni la inteligencia que me achacan fueron suficientes para conquistar el amor de una mujer.
El doctor Alcántara sintió un nudo que le cerraba la garganta. Quizás había sacado conclusiones con demasiada prisa.
—Emilio —susurró—, ¿a quién fue a ver Carmela ese domingo?
El Querubín se quedó quieto y el doctor vio cómo aquellas esmeraldas magníficas que él portaba en sus ojos se volvían temblorosas y esquivas.
—Hijo, dime la verdad.
Las lágrimas que cayeron en silencio se llevaron para siempre el sueño de Emilio Uceda. El infierno en vida empezó a comérselo con una lentitud dantesca. No tenía voz apenas cuando dijo:
—Dígame una cosa, doctor, ¿qué sintió la primera vez que vio morir a una paciente? —preguntó sin atreverse a mirarlo.
—Nada comparado con lo que sentiste tú cuando viste morir a la mujer que amabas y no pudiste hacer nada para salvarla —contestó el doctor en un susurro.
Emilio no la vio morir. Había estado sorbiendo los vientos por Carmela desde hacía más de un año, pero no pudo vencer la obstinación de la muchacha. Ella tenía las miras puestas en el tímido padre Campos, rival de Uceda en el Seminario. Era verdad que entre los dos disputaban una canonjía, pero era Carmela la verdadera manzana de la discordia. Para fastidiarles el romance, Uceda los jodió con todo lo que tenía a mano. Los persiguió en los confesionarios, en los tambos, en los rincones de mala muerte, hasta que los enamorados fingieron terminar sus relaciones. El Querubín pasó al ataque, pero Carmela no cedía a sus requiebros, por lo que él razonó que seguía viéndose con el otro. Cuando descubrió su treta tuvo que reconocer que era hábil: Campos citaba a Carmela en los anexos de la catedral los domingos al terminar el servicio. Si quieres esconder algo, hazlo bajo las narices de aquel al que necesitas burlar.
A Uceda le costó descubrir la estratagema. El campanero salía después de la misa, lo mismo el sacristán. Campos hacía entrar a Carmela por la puerta posterior que daba al pasaje catedralicio y de ahí la muchacha no volvía a salir hasta muy tarde. El domingo del incendio, Uceda se quedó escondido en la Sala Capitular, después de la misa, esperando, muriéndose de celos, cuando sintió las voces de los enamorados. No supo qué lo enojó más, si el sacrilegio o la felicidad ajena. Salió tratando de sorprenderlos, pero no los halló. En el templo no había nada. Empezó a llamar a Campos a gritos y de pronto éste apareció por un lado de la nave para encararlo. Carmela no estaba con él.
En ese momento, Uceda perdió el control. Había planeado denunciar a Campos, hacerle aplicar el rigor de la ley canónica, exponerlo ante el obispo y eliminar a su competidor definitivamente, pero la ausencia de Carmela lo enloquecía. Sin ella, no podía probar nada así que empezó una violenta discusión con Campos. El resto pasó como lo suponía el doctor: la pelea, el incendio accidental, la muerte de Campos.
Aterrado, Uceda salió corriendo de la iglesia, creyendo que Carmela había escapado antes. Para su mala suerte, uno de los sacristanes la vio salir y se lo dijo al obispo, para quien inventó la historia de la pelea por la canonjía. Pero dos días después, cuando se enteró de que Macario había estado en el incendio y que Carmela estaba desaparecida, comprendió que ella no había logrado salir. ¿Dónde estaba? ¿Había presenciado la pelea y se había escondido por miedo?
Hasta que se le iluminó el cerebro. Campos no podía citar a Carmela en la misma iglesia, no hubieran tenido mucha privacidad si llegaba alguien. Emilio recordó que al llamarlo, Campos apareció por un lado de la nave, por cierto, cerca de donde estaba la puerta que llevaba a la cripta de los obispos. ¡La cripta donde se sepultaba a los prelados que fallecían en ejercicio de sus funciones! ¿Cómo no lo pensó antes? Campos tenía las llaves seguramente. Era un lugar privado, cómodo, algo siniestro, pero los muertos no incomodarían a una pareja fogosa.
Nadie se había acordado de ese lugar en los primeros días de la reconstrucción. Se les iba el tiempo en limpiar escombros y recoger trozos quemados de roca y hierros retorcidos. A pocas noches del incendio, Emilio se apoderó de la llave de repuesto y bajó a la cripta. Eran dos puertas. Una conducía a unas escaleras de roca que descendían en la tierra. La segunda iba a dar a la cripta, una sala ovalada en cuyas paredes se habían cavado nichos para colocar cadáveres de los obispos desde los tiempos en que fue terminada la catedral allá por 1660.
Allí encontró un muerto fuera de su nicho. La segunda puerta había sido bloqueada por una roca y la cripta se había llenado de humo sin que Carmela pudiera salir o alguien escuchara sus gritos de auxilio. Se asfixió en el subterráneo mientras su querido Arturo se quemaba post-mórtem en la superficie.
Sacarla de allí y sepultarla era algo que Alcántara ya sabía. Pero el dolor de Emilio era algo novedoso. El sacerdote se cubrió la cara cuando le tocó describir la espantosa expresión de terror que retorció el hermoso rostro de Carmela en sus últimos instantes.
—Maté a Arturo, incendié la catedral, y lo peor, doctor, la maté a ella.
El Querubín Negro comenzó a llorar, quizás por primera vez en semanas. Hasta entonces, por expresa orden del obispo había fingido entereza para que nadie sospechara lo ocurrido. En el peculiar sentido de la justicia del señor Obispo, todos habían encontrado su merecido: Arturo Campos por su lascivia, Carmela Cisneros por su impudicia, Emilio Uceda por su ira y su ilícito amor. La única víctima era la catedral. Por eso el obispo había condenado a Emilio a verla reconstruir sin poder participar en ella. También lo sacó para siempre de la carrera de sucesión del obispado. Permanecería en Arequipa el tiempo que demorase la catedral nueva en terminarse. Después partiría como sacerdote de alguna oscura diócesis de la montaña y allí moriría olvidado del mundo.
“Pobre chico” pensó el doctor. “Este infierno lo va a seguir hasta la muerte.”
Tuvo un gesto de piedad al ponerle la mano en la cabeza. El muchacho cayó de rodillas, y abrazado a las piernas del médico siguió llorando un largo rato.
Pero mientras lo consolaba, el doctor Alcántara no pudo evitar recordar mi extraña profecía: “La catedral los exige de a pares”. Así que vino a verme esa noche.


(1) Tomado de Cápac Cocha. Lima: Banco Central de Reserva del Peru, 2006.
(2) Arequipa, 1973. Directora de la Orquesta Sinfónica de Arequipa y profesora de violín en la Escuela de Arte de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa. Obtuvó el grado de Magíster en Musicología en la Universidad de Chile, además de un Diplomado en Dirección de Orquesta en el Centro Nacional de las Artes de México. Acaba de doctorarse en Ciencias Sociales en la UNSA. El 2006 recibió el Premio BCRP - Novela Corta 2006 / Julio Ramón Ribeyro por su novela Cápac Cocha

miércoles, 21 de enero de 2009

Gracias Perico (1)


Por Óscar Malca

Viernes
Partimos a las 11 de la mañana. Luigui nos recibe con una enorme sonrisa cómplice. Nos cuenta que tiene que ir a Lima; un asunto de faldas que jala siempre. Nos deja un grueso paco de furys, maricucha, muggles, c. sátiva. Su sitio es una casa a medio construir.
Un quiltro.
Con Kart compramos provisiones y más o menos desde la tardecita fluímos en torno a una prolongada charla y lectura en alta voz (algo del Tao, Mariátegui, Krishnamurti): unos seis tronchos. Ludwig se quita ya cayendo la noche. Comemos arroz aguado con alverjitas. Dormimos muy tarde completamente abotagados.


Sábado
Temprano, antes del desayuno, un mañanero: el cosquilleo delicioso del vicio. Luego otro. Un exiguo desayuno es limpiamente devorado. Aparece una botella de cañazo para beber todo el trayecto. Y fumos. Se leen los últimos textos de Juan Carlos y otros papeles.
Vapores de alcohol rectificado y yerba del Señor inundan la habitación por encima de los huesos principales. Recuerdo dos horas completas con el ‛espanto de la lucidez’. Enajenado mi cuerpo en su élan, su imagen acaso. Estoy lejísimos: estamos: buen swing de diálogos con Charly.
Le tiro una piedra al quiltro y aúlla.
A la bodega vamos lo menos unas ocho veces durante el día; la última a las diez, a comprar pan. El día se hace larguísimo. Una hamaca sirve para algunos cómputos importantes. Se habla de mujeres también –buenas mulas–, y de sucesos ‛feos como pinzas de cangrejo’. Anocheciendo subimos a la azotea a fumar el último joint, a contemplar las moles de tierra, compactas, inmóviles. Y el negro cielo encima. Se escaló también temerariamente, algunos muros. Casi al final de la jornada se degluten unos apoteósicos tallarines. Somos un par de fantasmas que tratan de comunicarse desde otros referentes. Ahí la yerba.


Domingo
El Lucho regresa por la mañana algo maltratado por el peso de una ruptura, al parecer. Cortamos el Sanperico de su patio y lo pelamos bajo el límpido y acerado sol. El cielo: ‛la serena quietud de la belleza’. El brebaje hierve en el perol sobre el fuego. Lo dejamos para ir al río a bañarnos, que estamos sucísimos. El río se mueve con gran torrente: fuerza nos transmite ese torrente, dice Lucho Ludwing. Yo la siento. Al regreso tiramos una siestecita. A las cuatro tomamos el Perico. Yo me zampo doble ración: la necesito como algo que me queme, me purifique. Inclusive la muerte, como dice el vals, quiero morir soñando. Creo que hago notoria mi desesperación de sentir algún impacto interior: don Luis se da cuenta y no sé que me dice.
Gran conversa entre los tres: Dios, la filosofía oriental, las posibilidades del rizoma: excelentes cómputos. Lucho lee textos suyos. Carlos le dice algunas cosas interesantes. Estamos bajo techo cuando comienza la reventazón. Con el Lucho iniciamos un experimento de los que hacía Stockhausen: en habitaciones distintas cada uno se manda un rollo con instrumentos: el toca una quena que conoce más o menos y yo, uso mis intuiciones sonoras con una zampoña. La experiencia fascina y de pronto nos convertimos en música, fluidez, sonido, fuerza: yo me disuelvo en un cántico que brota y me atrapa por completo. Luigui prosigue con su quena, yo tocando y cantando. No nos detenemos; somos una intensidad. Una intensidad sonora, vital, lumínica. Recuerdo que en un determinado momento empiezo a articular palabras y luego frases. Charles se incorpora con una lata para percusión; algo que no comprendemos nos envuelve. En eso, Lucho Ludwig enciende un gran fuego con pasto seco: hacemos música y con el fuego (un viejo amigo por lo demás) se produce un gran diálogo. Humo negro en ‛este limbo espeso como la brea’. El quiltro (también le dimos Samperico) ladra y se loquea con Carlos. Trato de arranchar sonidos de una botella; me retiro al cabo de un rato estoy en la hamaca: no resisto la tentación de empujarme medio vaso más. Necesito, necesito fuego, ya lo dije. En la hamaca, meciéndome, nuevamente soy atrapado por esa fuerza policroma. Recomienzo el canto. Algo sucede con la vela encendida; suena de un modo extrañó. Cesa el sonido, grito algo.
Entramos al cuarto de Ludwig, gastados, muy desgastados: son como las nueve y media. Decidimos ir a Chosica a comprar grass. Camino al paradero un enorme perro corre ladrando hacia nosotros; cuando está suficientemente cerca frena violentamente, entorna desquiciado los ojos y se quita aullando. Nosotros estábamos inmóviles. Ya en Chosica subimos a un cerro donde vive el pata de la merca y mientras esperabamos que don Luis haga el pase, con Carlos somos presa de una visión: una hembrita, con olor a concha, se la pasa modelando para nosotros, para nuestros alelados ojos. Orgasmo en ciernes.
Fumamos y se camina por la vieja Chosica, recorriendo notables caserones. Comemos cancha. Falta pelpa para fumar. El Federico continúa estragando nuestra racionalidad, que ya nicagando lleva ese nombre. Somos entes corpóreos, eso es todo. La hierba multiplica su poder.
Acordamos regresar a pie, por los cerros. Nos detenemos en un quiosco a tomar chicha barata. ‛Esto es un asalto’, le dice el Lucho a la huraña anciana. Bebemos y no deja de mirarnos, muy fijamente.
Los cerros están repletos de quiltros en manada; perros como mierda. Enfrentamos unas doce jaurías en medio de la oscuridad fácil de tocar con los dedos. Impenetrable. Sólo la luna. El Luis le acierta a un perro con una roca. Caminamos golpeando piedras con las manos descoloridas y tensas. Creo que se habla algo sobre la mente, el ser, dios, la totalidad. Delirios. El vasito que me tiré al final comienza a hacerme sentir el trayecto.
Llegando, al intentar trepar un muro, el Lucho se tira de cabeza desde lo alto. Persiste la incógnita de si fue un accidente. Pase de vueltas. Es tardísimo. Metemos una dislocada variedad de ingredientes en una olla, tapamos y dejamos hervir; otro joint. La hamaca. Nuevos cómputos. La olla…
Devoramos. Luego lectura de Juan Ojeda, Lucho Hernández, Moro, Valderomar, Guzmán.
Han transcurrido horas de grosor inconmensurable.


Lunes
Partimos con Carlos a Lima. Agotados. Permanece la intención de volver y, aumentando la dosis, emprender otra experiencia similar. ¿Hallé lo que buscaba? No lo sé. Pero definitivamente siento que algo le debo al Perico.
Gracias Perico.


(1)Tomado del fanzine Amor y anarquía. Antiquilla: febrero y marzo, 1983.

martes, 20 de enero de 2009

Wantan (1)


Por Fernando Rivera (2)

Salieron del cine junto con la bocanada de gente que inundó la calle. Caminaron silenciosos de la mano, despejando las imágenes de desierto que todavía nublaba su visión, y se detuvieron un momento en la plaza Bolognesi. Agobiados por el calor nocturno de diciembre, que consumía el aire y extendía una fatigante sensación de ahogo.
Entonces Lino sintió una ligera presión en la mano, y vio a Zoila recuperar la vista de la lejanía. Supo que se disponía a comentar algo.
–¿Crees tú, Lino, que habrán logrado escapar? –le preguntó.
Lino, que llevaba una barba desordenada y rala, intentó reflexionar por un instante. Subió la mirada por el tronco pelado de una de las palmeras de la plaza hasta el follaje, como recién se diera cuenta de lo alta que estaba, y respondió sin más.
–No sé –dijo–, terminaron así para hacer pensar a la gente.
–Pero no tenía agua –insistió Zoila–, ella se tomó lo último antes de partir… ¿te diste cuenta cómo se doblaba el aire sobre la arena?
Sin convicción, Lino dejó navegar la mirada sobre las bancas de la plaza. No le parecía algo tan dramático. Ya estaba acostumbrado a los finales disparatados de las películas y pensaba que había siempre alguien detrás de los actores indicándoles lo que tenían que hacer. En cambio, le sorprendía que su mujer permaneciera días enteros hablando bajo el influjo de una historia que de antemano se sabía deliberada.
–Es sólo una película –sentenció después de un rato. Y con la actitud inconsciente de variar hacia otra cosa, detuvo la mirada unos segundos en el vientre de ella.
–¿Qué miras? –le pregunto Zoila con un asomo de picardía, ganada ahora por una nueva excitación.
Lino se ruborizó en el acto.
–Ya sabes –respondió, y presionó la mano de ella para continuar de nuevo.


Dando un breve rodeo al busto de Bolognesi que miraba con dirección al mar, cruzaron en diagonal hasta el otro extremo de la plaza. Allí los edificios de madera llegaban a tener tres pisos, y albergaban dos hostales y una cadena de bares y heladerías en la primera planta. A esa hora de la noche, la gente conversaba alrededor de las bancas con crecida animación debida a la proximidad del verano. Algunos bocinazos interrumpían los corrillos de voces festivas, y en general, el intermitente estampido de las olas, se perdía desapercibido en el silencio por la costumbre de todos los días.
Sin detenerse, sofocados por el sopor de la noche, Zoila y Lino prosiguieron por una calle de doble vía, donde hacía más de cincuenta años algunos libaneses y un japonés, iniciaron sus prósperos comercios de telas con las mercancías que se obtenían de contrabando en el puerto.
Antes de terminar la cuadra, Zoila se detuvo atraída por una vitrina que exhibía dos maniquíes con ropa interior femenina. Desde hacía tiempo había hecho una elección en silencio.
–Me gusta ése –dijo, señalando el sostén de un maniquí detenido en la ejecución de un paso de baile.
–¿Cómo dices?, ¿cuál? –le pregunto Lino. A Zoila no le sorprendió que se hiciera el distraído.
–Que me gusta ése, el de festón rojo.
–¿Rojo?
–Sí, ¿qué te parece para navidad?, dime.
–Ya veremos –vaciló Lino unos instantes. Luego Zoila lo vio desviar la mirada a cualquier parte.
Llegó hasta ellos una mujer mayor de expresión notoriamente juvenil, cargando una bolsa repleta de mandarinas contra el pecho. Iba en sentido contrario.
–¡Qué bien Zoila –exclamó–, ya vas levantando el vestido.
–¿Sí? –dijo Zoila encantada.
–Sí –le confirmó la mujer–. ¿Cuántos meses van?
–Cuatro y medio –respondió Zoila.
–Y bien que se te notan.
La mujer apenas le dirigió una mirada a Lino, aunque a él no pareció importarle. Zoila no supo exactamente cómo, pero percibió que había una ligera tensión entre ellos. Se enganchó en el brazo de su marido y olvidándose del maniquí se despidió de la mujer con la mano.
Siguieron por la misma calle, que ahora se convertía en una sola y amplia vía empinada trabajosamente sobre una cuesta. Y después de unos pasos se detuvieron frente a la puerta del «Sanwa»; del local salía un alud de voces, y el cajero, nada oriental, llenaba de platos el mostrador de vidrio de la entrada.
A Zoila le sobrevino un apetito repentino, y le señaló a su marido una bandeja dentro del mostrador, llena de pequeñas láminas de pasta de harina fritas que tenían un aspecto crocante a la vista.
–Lino, quiero una porción – pidió haciéndose la niña.
Lino se aproximó, busco con la mirada el cartel de los precios, y luego, como si ella no se diera cuenta, deslizó una mano sigilosa a su bolsillo tanteando antes de responder.
–Otro día –dijo retirando la mano del bolsillo.
–Parecen unos pañuelitos arrugados –continuó Zoila–, amarillo¬-café con un rellenito de carne en una de las puntas… ¿no te parece? –y volvió el rostro hacia él.
–Otro día –repitió Lino–, vamos a la casa.
–Eres un tacaño –protestó Zoila enojada. No entendía cómo podía ser tan duro, ¿sería así con los vagos de la esquina? Sintió más que nunca las ganas de hacerse la niña.
Sin embargo, Lino tiró de ella obligándola a reiniciar la marcha.


Caminaron absortos y sin cruzar una palabra. Las campanas de la iglesia de la Inmaculada señalaron las nueve de la noche y aún se notaba cierta agitación en las calles. Pero conforme se fueron alejando del centro de la ciudad, el ruido de los automóviles fue adormitándose, y en su lugar se oían las conversaciones apagadas y la música de radio, que surgían de las puertas y ventanas abiertas de las casas de madera. Algunos vecinos, ahuyentados por el calor, salían a la vereda, y sentados con los brazos apoyados sobre el respaldo de las sillas, conversaban largamente sobre la suerte de sus hijos que hacía tiempo habían salido de la ciudad.
Poco antes de llegar a la casa, un hombre sudoroso y con huellas en la ropa de haber trabajado toda la tarde. Les dio alcance por la vereda opuesta.
–¡Lino! –llamó, y éste se volvió de inmediato–. Un buque noruego acaba de atracar.
–¡Sin vainas! –exclamó Lino. No estaba para bromas, ni para aguantarle a cualquiera.
–Y no va a ser –replicó el hombre–. Hay carga como para cuatro días –y se alejó apresurado.
Una ligera brisa sopló por un momento, y Lino pensó que seguramente traía el rostro de cavernícola que tanto le reprochaba Zoila. La vio abrir inmensamente los ojos y pacificó rostro.
–¿Ahora vamos? –le propuso ella.
–¿Qué?
–¿Vamos al chifa?
Se dejo vencer y la miró con ternura. Le paso una mano callosa por el vientre.
–Vamos chinita –le dijo–, chinita rellenita –y terminó de hablar con el rostro abrasado por una ola de calor.


Regresaron haciendo planes para el futuro. Sumando cargas y salarios con dos buques a la semana durante toda su vida podrían vivir bien, estar casi en la abundancia. Por supuesto que siempre habría problemas, pero con el trabajo seguro todo se superaría.
Cuando llegaron a la puerta del chifa, Zoila sintió los brazos fuertes de Lino reteniéndola un instante.
–Zoila –le dijo, solemne–, creo que de todas maneras vas a tener tu regalo de navidad.
–¿De veras? –exclamó ella.
Lino asintió. Zoila no lo podía creer. Movida por la emoción, se colgó de su cuello y le soltó un beso sobre la barba hirsuta.
–No sabes la falta que hace –murmuró.
Enseguida ingresó al chifa, y nada más vio la bandeja, volvió a salir a los pocos segundos adelantando unos pasos atortujados. Lino la esperaba en la puerta. Sintió unos deseos enormes de gritarle en la cara, de abofetearlo.
–¿Qué pasó? –pregunto él.
–Que ya no hay –le respondió sin mirarlo. Luego frunció los labios haciendo una mueca, que sintiera que estaba molesta, y agregó:– Si hubiéramos comprado antes… ¡Si no fueras tan tacaño!


Un cuarto de hora más tarde, en la casa, se sentaron a la mesa del comedor. Zoila, después de encender la radio, había servido dos tazas de té y unos bizcochuelos que habían sobrado de un día anterior. Lino se decepcionó.
–¿Qué pasó con la comida? –pregunto.
Pero tuvo que esperar a que Zoila se sirviera azúcar al té y moviera la cucharita formando un pequeño remolino.
–Esta es la comida –dijo ella después, hundiendo un trozo de bizcochuelo en el té.
Una corriente de aire entró por la puerta del patio e hizo flamear las cortinas que dividían el comedor del dormitorio. Lino alcanzó a ver una pata del catre que compartía con su mujer, en el preciso instante en que se oía un saludo de cumpleaños por la radio. Se sintió burlado.
–No es chiste –repuso gravemente.
–Claro que no –dijo ella, y se llevó el trozo de bizcochuelo humedecido a la boca–. Te comiste dos platos en el almuerzo y ya no queda más –agregó después.
Lino bebió perturbado su taza de té, sin tocar los bizcochuelos y sin decidirse a despegar la mirada del centro de la mesa. Oyó por la radio que se iniciaba un programa musical romántico, con la voz amanerada del locutor. Al terminar de beber se levantó y caminó hacia la puerta.
–Voy a la esquina –dijo, vibrando notoriamente–, a fumar un cigarro, por si acaso te importa tu marido –y salió.
Zoila permaneció con la mirada fija en la superficie del té, donde la bombilla de luz se reflejaba como un sol diminuto. Le vino el recuerdo de la primera semana de recién casados, aquellos momentos en los que después del ardor, cuando terminaban de hacerlo, a Lino le entraba un hambre repentino de todo el cuerpo. Incluso se levantaba los calzoncillos a rebuscar los restos de comida en las ollas, y si no había, se vestía a la carrera y salía a comprar algo en la tienda. Comía en la cama fingiendo un apetito enorme que daba risa, hasta que por fin se quedaba dormido o se le despertaban las ganas de nuevo. Sin proponérselo, Zoila, volvió al final de la película, y se dijo convencida, que Lino nunca se atrevería a cruzar el desierto.
Acabada la taza de té, se levantó y se fue hasta la cocina. En el trayecto, le fastidió oír al gallo de pelea que con tanto esmero criaba Lino. Se ubicó en un banco junto a la solitaria hornilla tiznada por innumerables capas de hollín, y, al volver la mirada hacia el prisma de luz que brotaba intenso desde el comedor, quedó paralizado por el minúsculo cosquilleo que sintió dentro de su vientre. Desbordada por el éxtasis, sonrió como si viera flotar las cosas en su sitio, y se pasó unos dedos trémulos acariciándose el ombligo. Sin pensarlo dos veces, con los ojos iluminados, se sirvió de una olla la comida que había sobrado del almuerzo.


(1) Tomado de Barcos de Arena. Lima: Lluvia editores, 1994.
(2) Mollendo (Arequipa), 1965. Estudió literatura en la Universidad Nacional de San Agustín y maestría en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Hizo un doctorado en la Universidad de Princeton (USA). En 1992 obtuvo el primer lugar en el concurso "El cuento de las mil palabras" de la revista Caretas. Ha publicado: Barcos de Arena (cuentos), Lima, 1994; Invencible como tu figura (novela), Lima, 2005.

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