martes, 7 de julio de 2009

Fernando de Szyszlo: Habla, memoria (*)

Javier Sologuren. Archivo Herman Schwarz.

SOLOGUREN Y LA GENERACIÓN DEL ’50

Por Carlos Batalla

Valioso testimonio del pintor Fernando de Szyszlo, quien cuenta lo que vivió al lado de Javier Sologuren y los demás miembros de la notable generación del ’50, a cuya primera promoción ambos pertenecieron. En el número uno de Libros & Artes se publicó un extenso ensayo “Vida de poeta”, escrito por Peter Elmore, el cual abarcó la obra completa de Sologuren.

¿En qué circunstancia conoció a Javier Sologuren?
Conocí a Javier Sologuren en 1944, gracias a Sebastián Salazar Bondy. En ese entonces nos reuníamos en una librería muy buena, en el centro de Lima, que era del coronel Ayza, un exiliado del ejército republicano español. También, curiosamente, muchos de la generación del ’50, mejor dicho, los más cercanos a nuestro grupo, vivíamos en la misma zona de Lima, en Santa Beatriz, en los alrededores del Parque de la Reserva: Javier Sologuren en la calle Teodoro Cárdenas, junto al cine Azul; Sebastián y Augusto Salazar Bondy en la calle Carlos Arrieta; Arguedas un poco más allá, casi en Lince; Enrique Pinilla, el músico, en Arenales; y en la misma avenida, José Durán. Emilio Adolfo Westphalen en la calle Emilio Fernández; y yo en la avenida Soldado Desconocido, una que salía del Parque de la Reserva.

¿Esa librería del coronel Ayza se convirtió en el centro principal de reunión?
Con seguridad, todos pasábamos por allí. En esa librería también conocí a José María Arguedas, de tal forma que podemos decir que en el local del coronel Ayza nació la amistad de todos. Pero realmente donde se fortaleció nuestra relación fue en la peña Pancho Fierro, que era un local que tenían las hermanas Bustamante, una de la cuales estaba casada con José María. Allí sí íbamos todos las noches.

BOHEMIA LITERARIA
¿Qué hacían exactamente en esa peña?
Conversábamos de todo: política, literatura, contábamos chistes. No había persona importante, desde el punto de vista intelectual o cultural, que no visitara el local de las hermanas Bustamante.

¿Y leían textos propios también?
No, pero se conversaba muy vivamente, eso es lo que más recuerdo. Que le digo, por ahí pasaron los poetas León Felipe, Pedro Salinas, Pablo Neruda; también María Casares...

Una especie de centro cultural...
Una peña cultural. Pero, claro, como hacia 1945 nosotros éramos los más jóvenes –Westphalen, Arguedas, Moro eran de una generación anterior–, motivábamos más entusiasmo. Antes de ir a la peña, nos reuníamos en el café San Martín, en la plaza
del mismo nombre, en donde también iban pintores como Sérvulo Gutiérrez o Sabino Springett.

Era una vida muy bohemia.
Sí. Es que también teníamos sólo veinte o veintiún años... De la peña Pancho Fierro nos íbamos al Patio, un café que estaba frente al Teatro Segura, o buscábamos un chifa para comer. Era una vida intensa, nos veíamos prácticamente todos los días. Yo especialmente con Javier Sologuren y Jorge Eduardo Eielson. Los tres nos dirigíamos muy a menudo al museo de arqueología en Magdalena. Ya para entonces teníamos una afición por la cultura precolombina, yo incluso comencé a comprar por esos años cosas del Perú antiguo.

Tengo entendido que iban de paseo al campo, que convivían de alguna forma. ¿Cómo eran esas jornadas?
Fuimos juntos a las lomas de Lachay y al puerto de Supe, donde los Arguedas tenían una casa; en Supe pasábamos los fines de semana. La convivencia fue siempre muy positiva; había un par de amigos que eran prosoviéticos, el resto éramos algo trotskistas, en todo caso, no éramos estalinistas. Esas eran las únicas discusiones que se producían. Discusiones ideológicas... De matices de izquierda. Los mayores –Moro, Westphalen– eran más cercanos al trotskismo; nosotros éramos más románticos, lo único que rechazábamos ferozmente era el franquismo. Cantábamos el himno de la República española y todo eso. Había un ambiente favorable, pues había llegado a Lima la compañía de Margarita Xirgu, y varios de ese grupo se quedaron definitivamente en el Perú, como Edmundo Barbero y Santiago Ontañón, éste último, el decorador de Margarita y uno de los más asiduos a la peña Pancho Fierro, cuando ésta estaba aún en la plazuela de San Agustín, porque después los Arguedas se mudaron a la calle Chota. También estaba el escritor español, muy importante, Corpus Barga, que ya era un hombre mayor y que había conocido a Rubén Darío y a Unanumo. De toda esa época recuerdo también que en la entrada de la peña, bien colgadito, había un cartel que decía: “Se prohibe la entrada a perros y a yanquis”... (ríe).

¿Sologuren fue un personaje muy activo en esas reuniones?
Muy activo, muy envuelto en ese mundo de bohemia. Sin embargo, Javier siempre conservó esa cosa inocente. Javier fue como un santo, una persona incapaz de sentimientos negativos, de odios o rencores. Estoy convencido de que si él hubiese sido religioso, habría llegado a ser un santo, porque realmente era la persona más generosa, más desinteresada del mundo. Yo recuerdo que el doctor Basadre, por el año 1944, cuando era director de la Biblioteca Nacional, publicaba la revista Historia, con la que sacaba también unas plaquetas de poesía en papel verde claro. Cuando se planeaba el primer número de esas plaquetas, el doctor le pidió a Javier que le enviara sus poemas para publicarlos allí. Javier, agradeciéndole y sintiéndose honrado por la designación, le sugirió, más bien, el nombre de un excelente poeta: Jorge Eduardo Eielson.

Le cedió el paso.
Totalmente. Entonces se publicó Reinos, era la primera vez que Eielson reunía su poesía en una plaqueta. En un número siguiente de la revista Historia salió ese cuadernillo de Javier, El morador, que fue también su primera recopilación de poemas.

¿Qué lecturas hacían juntos?, ¿había acuerdo en algunos autores, o más bien surgían polémicas?
Todos leíamos mucho al Neruda de Residencia en la tierra, y también a Vallejo. Pero, sobre todo, a Rilke, un poeta muy importante para nosotros. Para mí sigue siéndolo, y estoy seguro de que para los demás también. Eielson se sentía muy cercano a la poesía rilkeana. Javier, además, admiró toda su vida a Jorge Guillén y a Vicente Aleixandre. En el poemario Detenimientos (1945-1947), que yo ilustré con unos grabados hechos en linóleo, Javier consigna un epígrafe de un poema de Aleixandre; hay otro epígrafe de Apollinaire... Creo que la poesía de Javier era moderna, contemporánea, pero al mismo tiempo muy romántica, de un sentimiento muy fuerte.

ARGUEDAS: ÁNGEL BENÉVOLO
Hacia comienzos de los años ‘50, ustedes eran vistos como jóvenes intelectuales urbanos, cosmopolitas. En ese sentido, ¿qué significaba la presencia de Arguedas,
un escritor cercano al mundo andino-rural?

José María Arguedas fue muy importante. Para nosotros, el Perú indígena era el precolombino, como ya dije, casi todos coleccionábamos arte de época: Eielson, Sologuren, yo; teníamos verdadera pasión por ese arte. Pero, cuando conocimos a Arguedas, supimos del Perú indígena contemporáneo. Gracias a Arguedas nos interesamos en la poesía quechua que él traducía. Y a su vez, creo que también nosotros despertamos en Arguedas y en su esposa un vivo interés por el arte antiguo peruano.

A pesar de la cercanía de Arguedas, ustedes no perdieron la senda personal de creación, no se convirtieron en “seguidores” de una suerte de “pensamiento arguediano”.
Es verdad. Estábamos muy cerca de Arguedas, y admirábamos su obra, sobre todo sus primeros cuentos en Agua, y la novela Yawar fiesta. Pero a Arguedas también le gustaba mucho el arte y la poesía contemporánea; de hecho, Westphalen y Moro le generaban respeto y admiración... Era una mezcla curiosa, porque ellos, Arguedas y su esposa, venían directamente del indigenismo y los pintores que estaban cerca eran gente como Sabogal o Codesido. Pero, poco a poco, se produce esa mezcla de mutua influencia.

Arguedas fue entonces un influjo benévolo, no de esos que aplastan y castran la creatividad.
Así es, fue una presencia que nos enriqueció y abrió horizontes, eso sin duda. Creo que en todo grupo de artistas que comienza, unos alientan a los otros. Hay una retroalimentación: yo doy, pero recibo. Fue un momento muy bueno.

Quizás haya sido también un momento irrepetible. Pocas veces se ha dado esa confluencia de generaciones y, a la vez, esa libertad para crear sin complejos de inferioridad...
Indudablemente. Hay que tener presente el hecho de que por primera vez descubríamos las cosas contemporáneamente a cuando sucedían: es decir, leíamos a Sartre o Camus cuando acababan de aparecer en Francia. Vivíamos eso que Octavio Paz decía, y que yo siempre repito: “Por primera vez fuimos contemporáneos de todos los hombres”. Claro, a nuestra generación le tocó una cosa muy linda: dar la batalla por el arte moderno. No que nuestras obras fueran más o menos importantes, sino simplemente que estaban al día.

Y en todos los campos artísticos.
Claro, hasta en la arquitectura, donde se dejó de hacer proyectos neocoloniales, para interesarse en las nuevas conquistas del espacio contemporáneo. Fue una época realmente muy estimulante.

DE DICTADURAS Y AUTOEXILIOS
Pero como generación tuvieron que sufrir la dictadura de Odría (1948-1956). ¿Cómo afrontaron los acontecimientos?
Creo que para nuestra generación la gran desilusión fue la revolución contra Bustamante y Rivero. Y le voy a decir una cosa: otro rasgo que también era común allí, es que si todos éramos más o menos de izquierda, lo seguro era que ninguno era aprista. Esto era herencia, de un lado, de mucha gente que había sido cercana a Mariátegui, como Moro, Westphalen; y de otro lado, de la culpa de los apristas por la caída de Bustamante y Rivero. En ese momento es que todos nos vamos del país, la mayoría a Europa: Eielson se fue el ‘48, yo el ’49; Javier se fue el ’48, pero a México, allí estudió en el famoso “Colegio” y escribió Dédalo dormido. En ese país tuvo la maravillosa experiencia de conocer a Alfonso Reyes y a lo más nutrido de la cultura mexicana. No conoció a Octavio Paz porque éste no estaba en ese entonces en su país. De allí, Javier se fue a enseñar a Suecia, y allí se casó. Y claro, de vez en cuando bajaba a París y compartíamos con otros escritores. De hecho, se deprimía mucho en Suecia, puesto que era una persona muy solar, buscaba el sol, las playas; pero al mismo era un ser muy tímido, conmovedor y delicado. Sebastián Salazar siempre decía: “Javier está al borde de la gripe”... (ríe).

Entonces, mantuvieron la amistad en el extranjero...
Con él, siempre. Recuerdo que cuando vino a Lima, a Los Angeles, en Chaclacayo, ya casado, hubo un cambio positivo... Creo que allí Javier fue feliz. Porque tenía su imprenta, su pequeña editorial La Rama Florida; y allí publicó los primeros poemarios de una gran cantidad de poetas jóvenes de entonces, como Antonio Cisneros, Mirko Lauer, etc.

¿Siempre estuvo cerca la opción del autoexilio? Muchos de ustedes asumieron esa idea como salvación, como escape de un ambiente sofocante...
Pero, al mismo tiempo, estaba la decisión de quedarse o regresar.

Claro, muchas veces se habrán hecho la pregunta: ¿por qué regresar, o por qué quedarse?
Creo que los que regresamos lo hicimos en gran parte porque creíamos que hablar de cambiar el Perú en un café de París era algo muy literario. Uno tenía que estar aquí, participar en la dinámica social, promover la escritura, lo que sea, pero desde adentro. Yo no critico a quienes se quedaron para siempre fuera del país, para ellos mis respetos. Pero eso ocurrió en todos los países latinoamericanos...

¿Se gana más volviendo?
Yo no sé... Usted sabe como es el arte, una cosa tan complicada. Seguramente hay unos que ganan yéndose, y otros volviendo. Uno no sabe dónde está su destino. Goethe decía: “Ahí donde no estás es donde tu destino te espera”. Uno siempre está persiguiendo ese sitio. Y así se pasa la vida, en esa incertidumbre.

EL PERÚ: DESILUSIONES Y ESPERANZAS
Pero el Perú, como espacio de creación, como fuente nutricia, también ha seducido a su generación; en su propia obra plástica se puede ver esa identidad en proceso. ¿Cómo siente esa presencia de lo peruano actualmente?
Lo siento como una gran desilusión. Esa ilusión que mi generación tuvo de ver cambiado este país, no se realizó.

¿Les robaron el sueño?
Nos lo robaron... Una vez leí una frase de Kafka que decía: “Hay esperanza, pero no para nosotros”. Quiero decir, que nuestra generación no la va a ver.

¿Qué nos deja como enseñanza la generación del ’50?
Yo creo que fue la batalla por la modernidad. En el Perú ya se había dado, pero el medio todavía estaba alejado de esas preocupaciones, era indiferente. Póngase a pensar que Abolición de la muerte de Westphalen fue publicado en 1935; que Trilce de Vallejo en 1922. Cuando nosotros salimos a los 20 años, ya el país estaba preparado, ya teníamos información. Entonces, dar esa pelea por la modernidad fue lo más importante que hicimos. Mal o bien, no sé, pero fue una batalla feroz.

¿Qué imagen tiene de Javier Sologuren en medio de esa “batalla feroz”?
Tengo una imagen tan alta de Javier, tan angelical, que parece que va más allá del combate cotidiano. Creo que en el amor, en la poesía amorosa es donde se revela su persona: un ser fogoso, llena de búsquedas de significados. Pero su imagen exterior fue siempre la de una persona completamente noble.

¿Diría que su poesía refleja de algún modo su modo de ser?
Sin duda. Esa cosa pura, transparente, inocente. Diría que muy sensible, pero al mismo tiempo tremendamente lúcida; eso fue él y su poesía.

JAVIER SOLOGUREN
1921-2004

Javier Sologuren es uno de los poetas más destacados del Perú contemporáneo. Su poesía puede entroncarse con el simbolismo y con el surrealismo franceses, pero está al mismo tiempo enraizada en las fuentes castellanas. Desde sus comienzos en 1939, hasta 1950, puede decirse que el procedimiento de composición de los textos sologurenianos es el acumulativo. Así ocurre en su libro magnífico Detenimientos, de 1947. A partir de ese momento, los lectores de Sologuren asisten a un paulatino desnudamiento de la palabra, a una búsqueda de los vocablos esenciales. Una muestra de esta forma de poetizar es el libro Estancias, de 1960. Pero, por encima de estas características técnicas, la poesía de Sologuren tiene ciertas constantes, como lo prueba el título feliz que junta toda su obra poética: Vida continua. Si Sologuren, como Mallarmé, ama las formas, sin las cuales toda poesía pierde su condición de tal, también considera, como el Inca Garcilaso, uno de sus héroes intelectuales, que la literatura necesita mezclarse con la vida, ser vida ella misma.

Javier Sologuren ha publicado
El morador (1944), Detenimientos (1947), Dédalo dormido (1949), Bajo los ojos del amor (1950), Otoño, endechas (1959), Estancias (1960), La gruta de la sirena (1961), Vida continua (1971), Recinto (1968), Surcando el aire oscuro (1970), Corola parva (1977), Folios del enamorado y la muerte (1988), Poemas (1988), Un trino en la ventana vacía (1992).



MORIR

O soleil c´est le temps de la Raison ardente
APOLLINAIRE

Morir como una flor en el seno de dos olas instantáneas
ante el indeciso fulgor de una dicha imprevista y cercana.
Morir como un pájaro que cae entre nubes de rosados anillos;
entre tallos de vibrátiles pestañas y copas de luz impalpable.

Morir en un castillo de mercurio al resplandor de una amorosa
mirada.
Morir viendo el sol a través de gaseosas laderas.
Morir como una rosa cortada al fuego de la noche.
Morir bajo una lluvia de sedosas escamas.
Morir en las fragantes olas de unas sienes sensibles.
Morir en esta ciudadela esculpida en una desierta mañana.
Morir llevado por el mar que respira contra los muros de mi
casa.

Morir en una súbita burbuja de amor a punto de no ser más
que vacío.
Morir como un pequeño caracol que el mar deja rezumando en
las arenas blancas
igual que una sonrosada oreja cubierta de rayos estivales.
Morir para encontrar la escultura bajo tierra de un viejo sueño
humano.
Morir donde las aves toman rumbos desconocidos entre las
olas y la noche,
entre un suntuoso iris y el deslumbrante laberinto de la fauna
en acecho.
Morir en la distancia de tu cuerpo desnudo como un jirón de
nácar inflexible,
de lácteos racimos y agudas flores esparcidas
apasionadamente.
Morir solo en la tierra al tibio ramalazo del aire caído con
amoroso peso
y al temible contacto de una piel suave y frescamente
colmada.
Morir en un mimoso dúo de estrechas flautas de oro
a media agua de tus ojos bajo la tierra incandescente.
Morir asido a una dura garganta en la silenciosa espuma del
follaje.
Morir junto a una cabellera que barre el fondo de las minas de
preciosas llamas
que han de ser brillante gas en la nocturna velada de mi amor.
Morir a nivel de una sonrisa delicada.
Morir en un lago de fría seda donde hierven las ardientes
piedras del mediodía,
en tus ojos de pequeños frutos solitarios donde la tarde es hoja
de miel inhollable.
Morir en un cuerpo embellecido por la más remota nieve.
Morir sintiendo que en la tierra aún son hermosos la sangre, el
desorden y el sueño.


NOCIÓN DE LA MAÑANA

Voy entre tus manos entre los limpios juncos,
entre nubes ligeras, entre espacios
de tierna sombra. Voy en tus ojos.

Voy de tu mano como quien respira
la pausa cálida del viento,
como quien pisa en el aire blandos frutos,
como quien bebe su risueño aroma.

(No he de perder el trino y la corriente
que te moja de libres claridades,
ni tu cabello suelto como el río
que apresura sus labios en la sombra).

(De Detenimientos)


LA VISITA DEL MAR

Soy un cuerpo que huye, sombra que madura
en un murmullo de hojas en tu mirada
igual al mediodía cruel y esplendoroso:
mar, ala perdida, párpados de nieve,
casto sonámbulo entre materias corrompidas,
ola sedosa en que tristemente espejeo.


Toda palabra es mía cuando estoy a la orilla
de tus ojos, mar, todo silencio es mío.


Extraño huésped que me dejas turbado,
instante en que habito sólo lentamente,
dichoso, melancólico, desierto, penetrante.


No estoy en mí, no soy mío, viento son mis ojos,
mar, ahora que te miran, ahora que tu rostro
me alza largamente despierto en el vacío,
blanco corcel yo mismo, inmaterial, desnudo.


Pasos furtivos, mar, hacia ti me conducen
Cuando la noche es en ti una hoja de palma
y mi cuerpo no es sino blandísima nieve,
llorosa sombra, triunfante peso de oro.
En la altitud de la noche abro una ventana.
En mis ojos el sueño es un juguete de hielo,
una flecha preciosa que no alcanzara a herirme.


(Oído visible de la estrella, registradme).

Mar, desde tu pecho abre sus venas la zozobra,
Canta el fuego fugaz de solitarias perlas,
Mudo rayo terrestre me quema hasta el cabello.

El aire de la noche, tus dedos ciegos, celestes;
tu profunda seda, mar, ardiendo quietamente.

(La hermosa luz ya viene en unos pies danzando).

Playa pura, final, mar, donde no somos
sino un fantasma entre las flores de la aurora.


(De Dédalo dormido)

VIDA CONTINUA

Árbol que eres un penoso relámpago,
Viento que arrebatas una ardiente materia,
Bosques de rayos entre el agua nocturna:
¿he de deciros que para mí se está forjando
una pesada joya en mi corazón, una hoja
que hiende como una estrella el refugio de la sangre?


Ignoro otra mirada que no sea como un vuelo
Reposado y profundo, ignoro otro paso lejano,
Ola que fuese más clara que la vida en mi pecho.


Sepan que estoy viviendo, nubes, sepan que canto,
bajo la gloria confusa de la tarde, solitario.


Sepan que estoy viviendo, que me aprieta el cielo,
que mi frente ha de caer como lámpara vacía
a los pies de una estatua que vela tenazmente.


(De Vida continua)


CREPÚSCULO ADENTRO

¿Cómo naciste flor, cómo el viento
te fue tocando bajo ardientes nubes,
cómo la tierra se abrió desde el silencio,
cómo entró en tu pequeño corazón el agua?
Veme a tu lado, veme tendido, veme la mirada,
veme arrastrado por una ola de extenso murmullo,
por un espacio despierto que calla y respira.
Teñido bajo tus labios, bajo tu sombra desnudo,
voy yendo paso a paso a un país que desconozco,
a un valle de agua tranquila entre colinas de fuego.
Desciendo en el hueco de una mano que guarda día y noche,
invierno y primavera, otoño y estío, canto y silencio;
que junta entre sus dedos la fauna de la luz,
la púrpura que al día bañara en sagrada dulzura.
Veme agitado, veme inclinado, veme viéndome, flor,
Debajo de un puñado terrestre que se incendia y un misterio.

(De Regalo de lo profundo)


NO. TODO NO HA DE SER CENIZA DE MI NOMBRE...

No. Todo no ha de ser ceniza de mi nombre,
hoja a medio podrir en labios del otoño,
nieve hollada en su tácito delirio,
fruto cuajado en roja muerte.
Porque he llamado a la puerta de mi muerte
después de tantos inacabados impulsos
y tantos signos de caer la nieve
y tantos ciclos de caer la lluvia
y un eterno cristal alzándose con lágrimas
o con la sangre inocente de una aurora.
Pero hay tantos siglos aún que se hacen árbol
para que mis ojos vayan tras la nube
y la nube me lleve hasta un horizonte de mentira.
No. Todo no ha de ser un viaje sin destino,
dolorosa distancia sin poder alcanzarme,
piedra sin llama y noche sin latido.
No. Mi rostro busco, mi música en la niebla,
mi cifra a la deriva en mar y sueños.

(De Otoño, endechas)



TE ALISAS, AMOR, LAS ALAS, TUS CÁLIDAS PLUMAS...

Te alisas, amor, las alas, tus cálidas plumas.
El oro de la tarde está muy quieto;
Pero la angustia es mucho cielo,
muchas celestes llamas
huyendo de tus ojos.
Otros países hay de niebla y lejanía,
otras comarcas pudriéndose de frutos,
otros espacios indecibles, amor;
pero la angustia es mucho rostro,
muchos labios diciendo y no diciendo,
mucho vuelo amargamente encadenado.

(De La gruta de la sirena)

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