martes, 12 de octubre de 2010

Jorge Monteza Arredondo: "El sol"

Profile diseñado por Kumi Yamasita.

Pasó toda la noche sentado a su escritorio carraspeando frases que tachaba y volvía a escribir con el fervor de quien cree que las palabras pueden salvar o condenar. En ese trance se quedó dormido en la silla. Despertó sólo cuando sonó el celular y ya se habían metido en su cuarto, por una ventana sin cortinas, el zumbido de la ciudad y el sol de pleno día. Apenas tomó un café, salió.

Mientras caminaba por una estrecha vereda iba leyendo de nuevo aquellas líneas. Tropezó con alguien. Dobló el papel y volvió a guardarlo en su bolso. La gente iba y venía, los autos chillaban y el sol, casi en el cenit, quemaba.

Lo habían llamado del periódico. Era lo que se temía. Su trabajo era contar historias de crímenes y lo hacía ya con cierto estilo. Pero esa llamada, pensaba, no tenía que ver con su estilo, sino con lo que suele llamarse una “bomba”. La noticia tenía algo de jugoso, que el ojo de su jefe había detectado seguramente. Eso pensaba él. Y para “sacarle ese jugo” había que “aderezar”, como decía su jefe.

Quiso cruzar a la otra acera porque a medida que la calle se torcía el sol le daba de lleno en la cara, pero el tránsito de autos era copioso. El periodista prevé las cuadras que faltan (cuatro) y no se anima a cruzar.

Piensa en apurar el paso, pero termina por sacar de nuevo aquella hoja, arrancada de su cuaderno de apuntes. Es el borrador de su crónica. Es la segunda vez que escribe sobre el caso. La primera, sólo fue una pequeña nota informando el hallazgo; tampoco se sabía más. Está estudiando qué más puede variar. Sabe que todo texto —incluso el periodístico— tiene una lógica de la que normalmente carece la “vida real”, por eso teme que el burdo aderezo de su jefe vaya a coincidir con los hechos; es decir con el hecho que él, extrañamente, quiere ocultar. ¡Por qué se le había ocurrido mencionar al hijo cuando la historia estaba cuajando sin él! Seguramente pensaba.

La noticia es harto conocida: la muerte del empresario y político Eusebio Tejada, hombre acaudalado, viudo y sin más familia que algunos parientes en la sierra central. Fue hallado muerto en su casa dos días después de su cumpleaños (sábado) con una herida en la cabeza producida por un objeto contundente (un pisapapeles de bronce). El periodista recorre de nuevo los sucesos en su borrador. Los sospechosos: dos amigos con los que discutió ásperamente (tragos encima) la noche de la fiesta por viejas rencillas políticas; unas prostitutas que, según los invitados, “se quedaron hasta el último”, y un personal de servicio que dormía en la casa y se fue al amanecer (domingo) sin saber del hecho, según declaró. Si hasta parece un thriller, piensa, como no le va a sacar el jugo. ¿Y cuál era la necesidad de mencionar al hijo? Ese desgraciado que estaba logrando hacer su vida fuera del régimen del padre. No vivía con él desde hacía tres año, e infortunadamente esa noche lo visitó con su novia, estuvo sólo unos minutos y se fue. Porque el padre en vez de alegrarse con su aparición, se molestó. Ella, se imagina el periodista, estaba nerviosa y se había incomodado con la presencia de las “mujeres de compañía”. El padre se burla de la fragilidad y retraimiento de la chica. El periodista veía en su mente. El hijo, ofendido, se la lleva; desde la puerta grita con voz quebrada algo que nadie alcanza oír. El padre, según declaraciones, quedó con los ánimos caldeados y no paró de beber y alzar la voz. En esas circunstancias llamó traidores también a los dos “amigos”. Ellos no se quedaron callados y los invitados empezaron a irse. El periodista redactó estas líneas la misma noche que conversó con el hijo (25) —como él—. Al tercer día del crimen ningún medio lo había mencionado. Era un joven amable y lacónico que al conversar alzaba y escondía la mirada alternativamente detrás de unos agudos lentes, con palabras acongojadas y entrecortadas recordaba al padre, lo paternalista y exigente que solía ser, lo abrumador y excesivo que podía llegar a ser, pero siempre en la creencia de estar en lo correcto, decía el hijo para justificarlo. Abandonó la casa al acabar sus estudios porque su padre había trazado una vida para él y él otra para sí. Su carrera era tomada por el padre como el único capricho que le consentiría, porque no estaba de más que sea profesional, decía. Pero él se fue para hacerse otra vida a la sombra, lejos de la dictadura paternal. Consiguió un trabajo en una pequeña ciudad y también una pareja. Después de un tiempo logró ser trasladado a Arequipa, la ciudad de origen. Las cosas marchaban bien y se perfilaban mejor, entonces se convenció de que era necesaria la reconciliación con su padre para continuar. Aprovechó que se aproximaba su cumpleaños.

Está casi seguro que la morbosidad de su jefe está apuntado al hijo, porque hasta la pura especulación aumentaría las ventas.

Ha llegado al edificio. Se detiene. Le parece que la ardiente luz del sol ahoga el día. Debe entrar, subir las escaleras y hacer una noticia caliente. Pero no lo hace. Sabe que eso es jugarse el empleo. Pero qué más da. El hijo merece el derecho a la persistencia a pesar del infortunio, del infortunio de buscar explicaciones y regresar al día siguiente, de aún conservar las llaves de la casa, de aún encontrar a su padre ebrio y arrogante; del infortunio de coger ese pisapapeles de bronce. Eso nunca dijo el hijo, pero es algo que el periodista sabe perfectamente. Así como ahora también sabe que esas palabras carraspeadas durante toda la noche ya no son borrador de ninguna crónica sino borrador de su conciencia monologante que no le servirán a nadie más que a él. Alza la vista y el sol le daña los ojos. Vuelve a guardar el papel. Sólo dice: este maldito sol, por fin cruza la calle, hacia la sombra, y se vuelve.

(*) Arequipa, 1977. Obtuvo la licenciatura en Literatura y Lingüística y la Maestría en Artes en la UNSA. Tiene inédito su primer libro de relatos: Sombras en el agua.
(**) Cuento que mereció el 1er premio de la Categoría Cuento del "IV Concurso Literario de Poesía, Cuento y Ensayo Breve 2010", organizado por el semanario El Búho.

lunes, 11 de octubre de 2010

Carta de Cortázar a Vargas Llosa

Carta de Julio Cortázar a Mario Vargas Llosa luego de leer La casa verde, antes de que esta novela fuera publicada.


Ginebra, 18 de agosto de 1965

Querido Mario:

A esta máquina le faltan todos los acentos; los iré poniendo a mano cuando relea esta carta, pero perdonarás que se me salten algunos. Por paquete certificado te devuelvo la novela, y espero que recibas las dos cosas sin demora. He dejado pasar una semana después de la lectura de tu libro, porque no quería escribirte bajo el arrebato de entusiasmo que me provocó La casa verde. Y sin embargo, ahora que voy a decirte algunas cosas sin pensarlas demasiado, dejando que la máquina vuele casi a su gusto, siento que el entusiasmo no solamente no ha disminuido sino que se ha afirmado, se ha vuelto ya eso que todo novelista quiere para su obra: recuerdo, memoria segura y firme. Quisiera decirte, ante todo, que una de las horas más gratas que me reserva el futuro será la relectura de tu libro cuando esté impreso, cuando no haya que luchar con esa “a” partida en dos que tiene tu condenada máquina (tírala a la calle desde el piso 14, hará un ruido extraordinario, y Patricia se divertirá mucho, y a la mañana siguiente encontrarás todos los pedacitos en la calle y será estupendo, sin contar la estupefacción de los vecinos, puesto que en Francia las-máquinas-de-escribir-no-se-tiran-por-la-ventana).

Sí, leer tu libro impreso va a ser una gran maravilla, porque volveré a vivir el largo viaje de Fushía y Aquilino, que me parece la viga maestra del edificio, o mejor, el hilo conductor de todo el tapiz, como en los diagramas geográficos la línea del nivel del mar parece regir todas las curvas ascendentes y descendentes, las montañas y las fosas submarinas. Y volveré a encontrarme con Bonifacia y con Lituma, con Nieves y con Lalita, para mí los personajes más vivos y logrados de la novela después de Fushía, o junto con él. Fíjate que así, soltándote unas primeras impresiones casi pasionales, te estoy dando ya una opinión sobre el libro; pero me parece necesario decirte, antes de seguir, alguna cosa sobre la totalidad del libro. Bueno, Mario Vargas Llosa. Ahora te voy a decir toda la verdad: empecé a leer tu novela muerto de miedo. Porque tanto había admirado La ciudad y los perros (que secretamente sigue siendo para mí Los impostores), que tenía un casi inconfesado temor de que tu segunda novela me pareciera inferior, y que llegara la hora de tener que decírtelo (pues te lo hubiera dicho, creo que nos conocemos). A las diez páginas encendí un cigarrillo, me recosté a gusto en el sillón, y todo el miedo se me fue de golpe, y lo reemplazó de nuevo esa misma sensación de maravilla que me había causado mi primer encuentro con Alberto, con el Jaguar, con Gamboa. A la altura de los primeros diálogos de Bonifacia con las monjitas ya estaba yo totalmente dominado por tu enorme capacidad narrativa, por eso que tenés y que te hace diferente y mejor que todos los otros novelistas latinoamericanos vivientes; por esa fuerza y ese lujo novelesco y ese dominio de la materia que inmediatamente pone a cualquier lector sensible en un estado muy próximo a la hipnosis (y eso no significa pérdida de lucidez, sino paso a otra forma de lucidez, que es el milagro de toda gran novela, de un Lowry o un Joyce Cary o un Dostoievski, y no te pongas colorado, peruanito, que yo no elogio así nomás a nadie, aunque sea un amigo muy querido).

A todo esto Aurora se había apoderado del primer cuadernillo, y me seguía de cerca, de modo que terminamos casi al mismo tiempo el libro y pudimos hablar mucho y criticar todo lo que encontrábamos criticable, y controlarnos mutuamente para evitar las ingenuidades o los entusiasmos excesivos o momentáneos. Para mí fue una gran alegría que mi mujer sintiera exactamente lo mismo que yo, porque es una crítica severa y tiene sobre mí la ventaja de que es más desapasionada y toma sus distancias y juzga objetivamente. Cuando sentí que ella reaccionaba igual que yo, las pocas dudas que pudieran haberme quedado sobre mi primera impresión se disiparon totalmente. Hoy, a muchos días ya de la lectura, seguimos hablando con el mismo tono del primer día. Has escrito una gran novela, un libro extraordinariamente difícil y arriesgado, y has salido adelante por todo lo alto, como diría alguno de nuestros compañeros españoles. Me río perversamente al pensar en nuestras discusiones sobre Alejo Carpentier, a quien defiendes con tanto encarnizamiento. Pero hombre, cuando salga tu libro, El siglo de las luces quedará automáticamente situado en eso que yo te dije para tu escándalo, en el rincón de los trastos anacrónicos, de los brillantes ejercicios de estilo. Vos sos América, la tuya es la verdadera luz americana, su verdadero drama, y también su esperanza en la medida en que es capaz de haberte hecho lo que sos.

Quizá te moleste este tono un poco exaltado. De acuerdo, bajaré el registro y te hablaré profesionalmente, sin olvidar las críticas que se me ocurren y sobre las que volveremos a hablar cuando nos veamos. Pero como también me ocurre que la novela me interesa profesionalmente, hay algo que tengo que decirte de entrada y sin el menor regateo: en el plano técnico, La casa verde es maravillosa. Yo no sé si alguien ha empleado ya el recurso que utilizas de los flashbacks incorporados a la acción en presente; no recuerdo ningún ejemplo, y pienso que lo has inventado. Cuando lo advertí por primera vez (Fushía y Aquilino hablan en la barca, Aquilino quiere saber cómo se evadió Fushía de la cárcel, y ahí nomás sigue un diálogo entre Fushía y sus compañeros de evasión, para volver después a renglón seguido al diálogo en presente, y otra vez atrás) sentí una impresión casi vertiginosa. Comprendí que conseguías un téléscopage del tiempo y el espacio, que le ahorrabas al lector un montón de ideas y situaciones intermedias, que tocabas lo esencial de lo narrativo, esa elección de lo realmente significativo y necesario, que a su manera todo gran novelista logra. A ese primer acierto técnico, que me sigue pareciendo cada vez más extraordinario, se suman muchos otros análogos; la irritante, a veces exasperante ambigüedad de los planos del tiempo, que exige del lector una atención vigilante, los episodios que coexisten en un solo momento del relato por el hecho de que hay una relación analógica entre ellos y es natural que los acerques (es natural, pero había que hacerlo, y es difícil, como en el relato paralelo de la muerte de Toñita y del aborto de Bonifacia). Es curioso, pero cuando iba llegando al final del libro, antes del epílogo, tuve una sensación que pocas veces he tenido al leer novelas; la de que había como una complejísima estructura musical, en el sentido en que un poema sinfónico supone temas entretejidos de una manera que el oído, que los percibe consecutivamente, puede sin embargo lograr gracias a la distribución, a los timbres, a los desarrollos y los leit-motivs, algo como una estructura simultánea, un enorme pedazo de música petrificada en la que todo lo que fluía se organiza en un inmenso tapiz suspendido delante de los ojos –del oído, si quieres– como una vivencia total y simultánea. No sé explicarme mejor, pero pienso que mientras hilvanabas los temas, los subtemas, las infinitas recurrencias y resonancias de la novela, entraste sabiéndolo o no en una dimensión musical. No lo entiendas a la manera de una influencia, por supuesto (creo que no eres demasiado melómano), sino de una analogía “estructural”. Yo, que soy melómano incurable, no encuentro otra manera de decirte hasta qué punto la trama de tu libro me parece una especie de potenciación, de proyección hacia ese plano de la arquitectura sonora, sin la cual ninguna obra humana (plástica, literaria o poética) puede superar sus limitaciones. En todo caso, desde el punto de vista de la armazón narrativa, tu libro es uno de los más complejos y más incitantes que he leído en muchos años.

Te prometí las críticas, y paso a ellas para no seguir elogiando de una manera que pueda parecerte indiscriminada. La primera observación viene de Aurora, y yo la comparto. No nos gusta el título del libro. Es pintoresco, y muy por debajo de todo lo que ocurre. Ya sé que un título es cosa difícil, pero trata de imaginar otro. Me gustaría sugerirte alguno, pero no se me ocurre nada. Y ahora, pasando a los personajes, quizá te sorprenda que, para mí, Anselmo no está logrado. Digo que quizá te sorprenda porque en algún sentido debe ser para vos el eje mismo del libro, sin contar que el epílogo está centrado en torno a él. Pues bien, no he logrado “vivir” a Anselmo. Así como Lituma chorrea vida, y Bonifacia, y Fushía, y los inconquistables en pleno, y Lalita, me ocurre que a Anselmo lo veo... literariamente. No entiendo demasiado su llegada, la fundación del prostíbulo, su decadencia, me fastidia un poco cuando está viejo y trabaja para su hija, no llega a emocionarme su amor por la ciega ni su muerte. Me pregunto por qué, y quizá cuando vuelva a leer el libro lo descubra.

En líneas generales siento como si la segunda parte de la novela estuviera algo por debajo de la primera, pero es que hay una tal variedad y una tal fuerza en todo lo que ocurre al principio y hasta la mitad, que uno queda un poco como un perro apaleado y puede ser que entonces influya alguna fatiga hasta física. No te preocupes por esta observación, que puede ser demasiado subjetiva. Pienso también (hice una nota para indicarte el lugar exacto, pero la he perdido) que algunas referencias “explicativas” están completamente de más, a menos que sean irónicas y se me haya escapado la intención. Me refiero a una parte donde das algunos datos geográficos sobre el Marañón (u otro río, pero creo que es el Marañón), y lo haces en uno o dos párrafos que parecen intercalados didácticamente, y que me molestan por eso. Precisamente lo estupendo del libro (ayer se lo decía a Deustua) es que la descripción de la naturaleza, que es fundamental en la novela, está de tal manera fusionada con la acción, que jamás se da uno cuenta de que tú le estás mostrando al lector cómo es un claro del bosque, una curva del río, una calle de la ciudad. Hay una sola atmósfera en que todo ocurre simultáneamente, escenarios y acciones, y eso es de lo más difícil y te lo digo por amarga experiencia personal. El clima general del libro (sequedad y arena y viento, o calor húmedo y alimañas y pantanos) surge con una fuerza tremenda, y alguna vez que me he detenido a analizar un par de páginas para ver cuál era la acumulación de detalles que provocaba esa fuerza, he visto lo que te digo más arriba, es decir, que te basta contar a tu manera para que todo se dé en una misma instancia narrativa, sin esa separación escolar entre “descripción” y “acción” que es propia del novelista común.

Hablando de descripción, se me ocurre que así como en la edición de La ciudad y los perros Seix Barral incluyó la foto del Leoncito Prado, estaría muy bien que en La casa verde hubiera un mapa. Los no peruanos tendríamos un gran placer en ubicar mejor el escenario general del libro, y creo –es una idea de Aurora, que como ves colabora bastante en esta carta– que si la cubierta del libro fuera un gran mapa de toda la Amazonía (abarcando el lomo y la contratapa), en esa forma se eliminaría lo que tiene de pedante o “científico” un mapa en el interior del libro, y a la vez el lector se daría el gusto de situar a Iquitos o de imaginar la barca de Aquilino en algún tramo del río. A esto te agrego que un pequeño glosario no sería inútil; las diversas tribus indígenas, y unas cincuenta palabras-clave del libro, merecerían una explicación. Uno las va comprendiendo por el contexto, pero comprenderás que los no peruanos estamos a veces un poco perdidos. Silabario puta, soldado carajo, che. Chuncha de la madre, calato, gamitana o zúngaro, silabario jodido, che Mario.

Última cosa: Creo que nunca le das su verdadero nombre al Pesado, pero al final, cuando se ha casado con Lalita, le das su apellido y el lector se queda desconcertado hasta que lo reconoce. O le suprimís el apellido (creo que sería lo mejor, porque uno ya es amigo del Pesado, y no tiene otro nombre que ése) o se lo das un par de veces al comienzo para que no sorprenda al final.

Bueno, yo creo que por esta vez ya está bien. Espero no haberte aburrido demasiado, pero cuando nos encontremos (alguien susurra que venís a Ginebra en estos días, y sería estupendo, porque nosotros estaremos hasta el 27 y podríamos quizá encontrarnos todavía) volveremos a hablar mucho de tu libro. Te agradezco que me lo hayas confiado así, en manuscrito; me permití prestárselo a Raúl, que lo había leído sólo en parte y quería terminarlo. Otros me lo pidieron (Girbau, por ejemplo), pero me negué, porque no me sentía autorizado a hacerlo.

Perdóname la improvisación de esta carta, dale un beso a Patricia de parte de Aurora y de mí, y un gran abrazo de este hermano tuyo que se siente tan feliz de haberte escrito esta carta,

Julio [Cortázar]


[P. S.] Oleriny me manda una postal, y dice que no le has mandado el libro. Me pide que “pierda dos palabras en su favor”. En checo, supongo que quiere decir que te recuerde que le gustaría recibir la novela. No tengo aquí la dirección de Chermak en Praga. ¿Podrías hacerle llegar las líneas que te envío adjuntas? Muchísimas gracias.

Tomado de aquí.

jueves, 7 de octubre de 2010

Eduardo Peralta: "Juan Gonzáles"



Raro vídeo de Mario Vargas Llosa escuchando al cantautor Eduardo Peralta interpretando la canción Juan González en Chile en 1980. El escritor con la canción protesta. Tomado de aquí.

Filonilo Catalina: "Estoy participando de lo atemporal"

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