jueves, 8 de septiembre de 2011

Sobre la coca y el simbolismo de lo blanco (*)

"[L]a Mama Coca, planta sagrada".

Por Fredy Almílcar Roncalla

“ El mundo moderno, occidental y cristiano
ha reemplazado la búsqueda de la salvación
por la búsqueda de la salud, a los sacerdotes
por los médicos y psquiatras y tiende,
en general, a medicalizar la vida entera.
No resulta extraño, por ello, que justamente
entre médicos y psquiatras hayan surgido
inquisidores, exorcistas y extirpadores de
Idolatrias”.
(1)
Para nosotros, los andinos, es necesario tener bien en claro cuáles son nuestras metáforas cada vez que los discursos oficiales nos aluden. Una desvirtuación paranoide, en principio, y etnocida o de largo alcance, en el discurso oficial de las drogas hace que la posición central, comunal, ritual, cultural y religiosa de la coca sea desplazada por la fascinación occidental por los discursos y dinámica de la polución. Si la economía, la poética, el erotismo, las aperturas y cerrazones existenciales, y la violencia que acompañan a la cocaína confluyen en una gran polución del espíritu y el cuerpo occidental y sus allegados, el origen de esta polución tiende a ser como no autogenerado, sino como hechura de alguien a quien los antiguos inquisidores se deleitan mandándolo a la hoguera: el otro. En este caso, el indio.
Pero dentro de nuestra tradición comunal andina se sostiene que la Mama Coca tiene carácter sagrado (2). Esto es importante. Parte de su sacralidad se debe a su carácter eminentemente cohesivo y mediador. En el ritual, la comunicación entre humanos y dioses no es posible sin la presencia de la coca tanto en el pago como en la ofrenda, como en su chaqchado, uno de cuyos efectos es el darnos una actitud meditativa y reverencial. La buena conducción abre la posibilidad de la abundancia cósmica. La hoja de coca es también uno de los medios por los cuales el adivino puede resolver ciertos enigmas del tiempo y los efectos. Ella acompaña a la comunicación entre los humanos en reuniones comunales, en descansos en la jornada de trabajo, y en la soledad misma. Media también en la relación violenta de ciertas enfermedades con el cuerpo y, en condiciones normales, sirve como un importante suplemento alimentario. El cultivo de la coca en la amazonía y su consumo tradicional en los andes ilustra también un aspecto de la integración y complementariedad de los pisos ecológicos.
Al igual que la papa, el camote, los frijoles, la quinina, el caucho, la yuca, el tomate y el algodón, la hoja de coca es parte de una larga tradición de productos andinos, amazónicos, mesoamericanos, indios, que terminan ya sea en su forma original o en sus derivados teniendo un rol central dentro de la economía del mundo (3). Esto sucede de manera más visible con los minerales. En ambos casos, los productos originales no sólo de los andes sino de otros territorios indios, sirven para llenar ciertos vacíos sistémicos del imperio, pero siendo transformados y banalizados en el proceso. Así, fuera de su contexto y su coherencia original, el verde profundo de la coca –espeso y lleno de sugerencias, como si se tratara de la piel de un animal sagrado- ha sido reemplazado por una necesidad profunda y contradictoria del espíritu occidental: el simbolismo de lo blanco que construye sus dulzuras y sus horrores, mediante una oposición obsesiva y mutilante con lo oscuro.
Si en occidente el simbolismo de lo blanco cubre lo divino, lo racial, estético y racional, no parece casual que, en el momento postmoderno, la droga (4) que marca la polución necesaria sea el oro blanco: la cocaína. En la década de los sesenta y la primera mitad de los setenta, las formas de vida contraculturales de occidente habían encontrado ciertas drogas que ayudaban al carácter expansivo de su búsqueda existencial. La marihuana, el ácido, la mezcalina, el San Pedro, el Peyote, los hongos, la Ayahuasca y el hachís, eran los vehículos, por los cuales toda una generación se lanzó a recuperar y expresar una parte reprimida y escondida de la cultura occidental: el caos y la irracionalidad. Los momentos más visionarios de esta contracultura produjeron un rico bagaje espiritual y corporal y hacían suponer que la revolución y el gran cambio estaban a la vuelta de la esquina. Pero a la vuelta de la esquina hay un reflujo conservador que se da a partir de la crisis del petróleo y hace que la metáfora de la paz de los hippie vaya siendo paulatinamente reemplazada por los mil rostros de la violencia y la muerte que acompañan a los periodos de profunda cerrazón. Es entonces, que el oro blanco de la cocaína, un producto que ya había asistido al nacimiento del psicoanálisis, a la adicción a las bebidas gaseosas y tal vez a las bifurcaciones existenciales de las vanguardias artísticas, deja su puesto modesto en el escenario de la polución y toma un resplandor central.
En estados de alteridad de la conciencia, la individualidad atomizada se revela contra su condición cotidiana. Una mínima familiaridad nos hace ver que un aspecto central de su poética es el de la exaltación de la comunicación, cosa que vamos haciendo con una intensidad agotadora, como si estuviéramos a punto de alcanzar la unidad perdida. El espacio del éxtasis –embriaguez de falsa conciencia y erotismo abismal- propiciado por la cocaína se aparta del orden cotidiano para crear una ambigüedad deslumbrante, movida por la ansiedad y la angustia. La huidiza plenitud siempre parece estar detrás de la próxima dosis, y las palabras que habían tratado de comunicarlo todo, sobrevuelan los vientos confusos de las resacas. La llegada es siempre imposible. En determinado momento la profunda y fascinante poética de lo blanco revela también, que lo blanco, como ausencia de color, esconde un profundo vacío. Aquí, lo que hace la Mama Coca por intermedio de una de sus crías, es solamente revelar una contradicción profunda del espíritu: esa necesidad humana de que el éxtasis y la muerte se toquen a cada paso (6). Si la compulsividad de la cocaína nos da una falsa ilusión de poder y megalomanía en el flujo y, una sensación abismal y paranoica en el reflujo, su carácter adictivo y la gran cantidad de capitales que genera ponen a su poética y economía, a su simbolismo blanco, casi como una necesidad sistémica. Todo lo cual es decir que los billones de dólares de la economía de la cocaína tienen su origen en ciertas contradicciones existenciales y sistémicas de los países consumidores, y que sólo más tarde pasan a ser un pilar más en la economía de los traficantes y campesinos cultivadores, y también de los países productores. Ahora bien, la violencia es un elemento central tanto de la economía como de la poética de la cocaína.
Hablar de la economía de la cocaína desde un punto de vista delincuencial, en donde se mezclan indistintamente la exuberancia de los capos colombianos, los dobles estándares de los policías y gobernantes corruptos, la participación de las guerrillas a favor y en contra de la economía capitalista mundial, los grandes mercados de carros de lujo de los jóvenes de los barrios pobres de las grandes metrópolis, el auge económico de los traficantes de armas, la proliferación de callejones sin salida de los adictos pobres, los estragos corporales de una generación de jóvenes paqueteros perdidos históricamente, y la agresividad económica de los corredores de Wall Street, es ya parte de toda una retórica represiva e informática oficial. Las retóricas no andan ahí por gusto. Aquí, en primera instancia, ponen a la sociedad oficial a la defensiva para que esta pueda defenderse moral, policial o militarmente, contra la “oscura” amenaza a sus valores. Pero también, como cualquier otro acto ideológico o como enunciado categórico, esconden algo.
El espacio de éxtasis producido en el lado del consumidor parece olvidar el trabajo y los trabajadores que generan todo esto: esta riqueza ha sido producida por miles de campesinos andinos y amazónicos que, atraídos por la posibilidad de ingresos inimaginables de otra manera, operan en un espacio de violencia, corrupción y terror. ¿Es por eso que hay una angustia inexplicable que acompaña al consumo de la cocaína? La transformación del trabajo, la explotación y la violencia de los espacios productores nativos en elementos centrales, deslumbrantes, cargados de simbolismo blanco, de la economía política y simbólica del imperio es algo que ya se ve en la temprana economía de la plata, cuando miles de seres humanos mueren en las entrañas de los andes, y obligados a trasgredirle equilibrio interno de los Apus, para activar la economía de los reyes, banqueros, y piratas de Europa. Hay pues, en ciertas zonas del simbolismo blanco, una imagen refleja de un profundo espacio del terror. Objetivamente, este espacio del terror está generado por la centralidad del simbolismo de lo blanco y no a la inversa. Pero ideológicamente son los otros, los oscuros, a los que se le da la responsabilidad de generar la polución que amenaza a una sociedad paranoica.
Lo único que hace este trasfondo histórico es darle más dramatismo a un espacio de violencia muy real en el cual, sin embargo, se mantiene un equilibrio muy precario entre una serie de elementos: las necesidades de los campesinos productores, la actuación ambigua de las guerrillas, el aparato represor-corruptor del estado y la intervención erradicadora-consumidora del imperio. Que éste equilibrio precario, cuya válvula de escape es un desangre de baja intensidad en algunos de los actores, pueda romperse en cualquier momento, no seria nada sorpresivo, con consecuencias desastrosas para miles de seres humanos.
El necesario cuestionamiento de los intentos represivos imperiales, no debe dejar de reconocer que el eje central de este espacio violento es la actitud paradójica del imperio que por un lado crea la necesidad espiritual de la polución y por otro, trasforma a los productores en chivos expiatorios. Así, el imperio y el campesinado andino y amazónico parecerían estar en una contradicción irreconciliable, que sin embargo alimenta una millonaria economía. Todos los demás elementos son apenas mediadores y, parten de una economía simbólica en donde el imperio, incapaz de reconocer la profunda contradicción espiritual de su simbolismo blanco,
proyecta la resolución violenta de esa contradicción en el cuerpo y el trabajo de los campesinos. Una vez extraído el trabajo del campesino y del indio, hay que eliminar su otredad utilizando también elementos “nacionales” como parte instrumental y periférica del amenazado “yo” o “sujeto” occidental. El imperio necesita de esa violencia para expiarse a través del otro, y no sabemos qué pasaría si de pronto la amazonía andina deja de producir por completo, o si los requerimientos industriales de la transformación de la coca en cocaína dejaran de ser una seria amenaza al balance ecológico de las selvas altas.
Si el simbolismo de lo blanco había producido su imagen inversa al intentar, en última instancia, cortar de raíz nuestra continuidad cultural, tal parece que la Mama Coca, planta sagrada y poderosa, había creado su imagen inversa al resaltar los lados violentos y desbalances espirituales de ese simbolismo.

Brooklyn, 1990
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(*) Tomado de Escritos Mitimaes, hacia una poética andina postmoderna, Barro Editorial Press, New York, 1998, p. 21-25.
1. Tienen una base matemática y astronómica tan sólida y sofisticada como la del “tiempo real” occidental.
2. Cuando hablamos de este carácter sagrado debemos tener cuidado en señalar que distamos aún de un conocimiento cabal de la espiritualidad expresada por el símbolo de la Mama Coca. Muchas veces el descubrimiento crítico merma la totalidad evocadora.
3. Sabido es por ejemplo, que la papa resuelve los problemas alimentarios de un pueblo europeo que a su llegada no podía alimentarse adecuadamente, pero que sin embargo había adoptado el desarrollo de las armas y el monoteísmo como marcas de civilización. Ver: Jack Weatherford , Indian Givers, Grown Publishers, Inc, NY, 1988.
4. Tenemos que repetir otro lugar común. Fuera de ciertas realidades bioquímicas, las drogas son mas una construcción cultural que una realidad autoevidente. Por ejemplo, alcohol, el tabaco y los antibióticos, pese a tener un efecto bien fuerte en el organismo, no son considerados como drogas.
5. Baldomero Cáceres (op. Cit. Pp 19) ilustra que... los científicos occidentales... con su habilidad método desintegrador, separarían uno de los elementos contenidos en la hoja (el erythroxlon de Gardeke... llamado más tarde cocaína por Nieman... ), al cual, arbitrariamente, se redujo todos sus efectos”. Si la coca es un producto andino, la cocaína es un producto occidental.
6. Las contradicciones y paradojas acompañan siempre al ser humano. El problema no es la existencia de paradojas sino la forma en que se brega con ellas. Esta dinámica, bien entendida por el calendario ritual de las sociedades primales en donde el rito reconcilia con la otredad reprimida por el orden cotidiano, es muy peligrosa en una sociedad unidimensional en donde las religiones oficiales han creado un circulo del terror que defiende a lo blanco de lo blanco sin que el espíritu tenga la guía suficiente para enfrentar y reconciliarse con el caos.

Tomado de aquí.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Dos versiones de Aguirre


Por Javier de Taboada

Lope de Aguirre (1510-1561) fue uno de tantos conquistadores españoles de la segunda hora. Nacido en Oñate, llegó al Perú pocos años después de que las hazañas de Pizarro y el fabuloso imperio incaico dieran la vuelta al mundo y atrajeran a tantos como él, en busca de gloria y riqueza instantáneas. Participó en las guerras civiles entre los conquistadores, luchando del lado del Virrey contra Gonzalo Pizarro, y formó parte de la expedición comandada por Pedro de Ursúa en busca de la mítica ciudad de El Dorado. Pero Aguirre no se ganó su lugar en la historia por sus descubrimientos geográficos o servicios militares, sino por su locura y su crueldad. El Loco que persiguió durante años y por todo el Virreynato al juez que se había atrevido a mandarlo azotar por quebrar las leyes de Indias, el Traidor que desafío al mismísimo Rey de España y le declaró guerra a muerte, El Tirano que ejecutó a decenas de sus propios soldados y de civiles por sospechas fundadas o infundadas de conspiración son las figuras de la desmesura que albergaba su cuerpo contrito y contrahecho. Por esta desmesura, y porque su historia está íntimamente ligada a uno de los mitos esenciales del imaginario americano, como es el de la búsqueda de El Dorado, la figura de Aguirre ha fascinado en todas las épocas a los historiadores, escritores y artistas de nuestro continente y de Europa. Por lo menos 2 cineastas de talla mundial, Werner Herzog (Aguirre, la ira de dios, 1972) y Carlos Saura (El Dorado, 1988), así como 4 escritores destacados, el venezolano Arturo Uslar Pietri (El Camino de El Dorado, 1947), el español Ramón Sender (La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, 1968), el argentino Abel Posse (Daimón, 1978), y el también venezolano Miguel Otero Silva (Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, 1979) han abordado in extenso el personaje en sendas novelas. No son por cierto las únicas figuraciones de Aguirre en la ficción, pero quizás sí las más representativas. Por ahora me concentraré únicamente en las dos primeras novelas referidas, dejando para otra oportunidad otras de las versiones sobre este ubicuo personaje.


Pero antes se hace necesaria al menos una apretada síntesis de la jornada al Dorado. La expedición, como dijimos, estuvo a cargo del gobernador Pedro de Ursúa, quien hacía poco había rendido importantes servicios a la Corona al reprimir una masiva sublevación de esclavos negros en Panamá, y financiada por el propio Virrey del Perú, con la esperanza de que la promesa del enriquecimiento instantáneo alejaría de Lima a los díscolos y perturbadores (como el propio Aguirre). La expedición empezó con malos presagios, ya que muchos de los bergantines construidos durante largos meses para atravesar el Huallaga se hundieron apenas echados al agua, y los españoles se vieron obligados a apiñarse y abandonar la mayor parte de sus pertenencias en tierra. Unos 3 meses después, los soldados estaban hastiados de la inactividad de sus días en la balsa, de las inclemencias de la selva y de la ausencia de noticias sobre el Dorado. A falta de otro culpable, y con no poca envidia, muchos acusaban a Ursúa de olvidar sus responsabilidades de líder por dedicarse a atender a su amante mestiza, la bella Inés de Atienza. Los amotinadores, entre quienes empezaba a destacar el liderazgo de Lope de Aguirre, finalmente asesinan a Ursúa y sus capitanes, y nombran como nuevo jefe a Fernando de Guzmán, un noble castellano que tenía los pliegos necesarios para el cargo. Pero acá asoma la desmesura de Aguirre, que no se conforma con cambiar de jefe, sino que hace nombrar a Guzmán como Príncipe y a todos los soldados renunciar a la soberanía de Felipe II en un documento escrito que él firma como “el traidor”. Además, convenció a sus huestes de que la conquista del Dorado no valía la pena, y lo que había que hacer era volver al Perú, para hacer la guerra a los funcionarios del Rey y tomar por fuerza el Virreynato. De modo que continúo navegando en el Amazonas hasta llegar a su desembocadura, ignoró olímpicamente los supuestos indicios de cercanía de la tierra soñada, y no paró hasta desembarcar en la isla Margarita (cercana a las costas de Venezuela), donde tomó preso al gobernador y principales, y estableció un reinado de terror mientras reparaba sus naves para emprender el viaje hacia el Perú. Tanto en la isla como en el trayecto por el río se multiplicaron las ejecuciones arbitrarias (entre ellas la del nuevo Príncipe), ya que Lope siempre sospechaba estar rodeado de traidores y cobardes. Posteriormente, desembarcó en Venezuela pensando llegar por tierra hasta Lima, logró hacerse de algunos poblados que sus habitantes habían abandonado al enterarse de su cercanía, y finalmente, pese a su superioridad numérica y de armas, perdió frente a las esmirriadas fuerzas reales, ya que la enorme mayoría de sus soldados se pasaron, primero de a pocos y luego masivamente, al campo del rey, acogiéndose a los perdones que ofrecía el gobernador para quienes lo hicieran. En su hora final, Lope mató a su propia hija para que no fuera “colchón de bellacos”, y murió de dos arcabuzazos. Su cuerpo fue desmembrado y su cabeza colgada como ejemplo para los rebeldes.


Tanto Uslar Pietri como Sender (a diferencia de otros autores) se atienen más o menos fielmente a estos hechos. Uslar Pietri, con un sentido de la acción narrativa que podría calificarse como cinematográfico, se atiene en buena medida al género de la novela de aventuras. El comienzo de la novela, de notable factura, permite dar una idea del estilo del venezolano de aproximarse al centro del relato de forma progresiva y como a través de círculos concéntricos. La novela comienza con el viento del Mar del Sur soplando sobre la costa del Perú. El narrador, como replicando la gran panorámica de una cámara, sigue al viento en su movimiento ascendente hasta la sierra, pasa fugazmente por Cusco, Lima y Trujillo, ciudades principales del Virreynato, atisbando algunas imágenes y sonidos, y finalmente se despeña en los picos más altos de la cordillera. Allí se convierte en niebla y se descuelga lentamente por el lado opuesto de los Andes, hasta llegar a Moyobamba. La cámara entonces (o foco, si se prefiere el término estrictamente narratológico) atraviesa bosques y campamentos de indios hasta fijarse en la luz de una antorcha sostenida por un mulato. Entonces empieza la acción. Y la acción que se empieza a contar es la de un personaje muy secundario de la expedición, el padre Portillo, quien es obligado con engaños a contribuir a su financiamiento. El siguiente capítulo nos mostrará, en una nueva panorámica, la vida en Santa Cruz de Saposoa, mientras los expedicionarios aguardan la culminación de los barcos. Escuchamos el ruido de la lluvia incesante, el de la tos de los enfermos, las pláticas y murmuraciones que nos dan una clara idea de las tensiones en el campamento, antes de instalarnos en la tienda del gobernador Ursúa. Aguirre aparece como un personaje secundario, entre varios otros, (aunque desde el comienzo con un aura de inquietante escalofrío), que sólo en la medida que avance la novela va a ir cobrando mayor protagonismo hasta tomar por asalto tanto el poder como el relato. Con una efectiva combinación de mirada panorámica y atención al detalle, Uslar Pietri respeta el principio realista de mostrar y no decir, sin explorar demasiado en la psicología de los personajes sino mas bien concentrándose en sus acciones, como es característico en la novela de aventuras (recuérdese el prólogo de Borges a La invención de Morel). El relato es un convincente y apasionante relato en donde las cuerdas están tensadas de tal manera que la situación se torna siempre insostenible, ya desde el principio para Ursúa, pero pronto también para Guzmán y para el mismo Aguirre.


Muy distinta es la aproximación de Sender, ya que si el venezolano actúa como novelista y guionista, el español asume un rol más cercano al de cronista e historiador, y a veces parece incluso abrumado por el peso de la historia. En contraste con el comienzo arbitrario, pero imaginativo y efectivo que reseñamos de Uslar Pietri, Sender empieza poniendo fechas (“El año 1559..”, primeras palabras del texto) y reseñando la historia de Pedro de Ursúa antes de la expedición al Dorado. Y si el narrador-camarógrafo buscaba volverse invisible, el cronista reivindica la propiedad del relato en sus cortas pero elocuentes acotaciones sobre el tejido de la trama: “como dije antes”, “como diré más adelante”. Las acciones resultan principales o secundarias, así como los personajes, en base a una perspectiva histórica y jamás en base al capricho del narrador que elige enfocarse en ellas. Así, el episodio del padre Portillo, que abría la novela de Uslar Pietri y ocupaba su primer capítulo, es reseñado de forma impersonal en par de párrafos para ilustrar las astucias de Pedro de Ursúa. Asimismo, su fascinación por las fuentes históricas lo lleva no sólo a reproducir in extenso los documentos originales atribuidos a Lope de Aguirre, sino incluso a inventarse algunos apócrifos. Esto último es un buen indicio de la concepción de la literatura detrás de la novela histórica de Sender. Mientras que Uslar Pietri simplifica, corta y recorta la historia, la somete a ampliaciones y reducciones para así convertirla en literatura, el procedimiento de Sender para operar la transmutación es el de densificarla, rellenar con la caracterización y el detalle el frío dato histórico. Así, por ejemplo, de cada uno de los soldados ejecutados por Lope de Aguirre, se ofrece una rápida semblanza, de sus aficiones o manías más saltantes antes de despedirlos definitivamente de la historia (y de la Historia). La literatura es pues aquí la complementación de la historia, el llenado de sus inevitables vacíos, su en-carnación


Lo que se gana con la perspectiva de Sender con respecto a la de Uslar Pietri es una comprensión más compleja de las situaciones, un entendimiento más cabal de las motivaciones de los distintos personajes principales. En la versión simplificada de la novela de aventuras, los personajes de reparto son un poco monigotes, su psicología está reducida a algunos rasgos esenciales. Pedro de Ursúa es necio e imprudente; Fernando de Guzmán, un aterrado prisionero de circunstancias que lo sobrepasan (bastante menos caricatural, sin embargo que el Guzmán de Herzog). Sender en ambos casos se permite mostrar su habilidad, su capacidad de mando y de tomar decisiones inteligentes, así como también los errores de estrategia que los conducen a su trágico final. En contraste lo que se pierde, o mejor, lo que se gana con la perspectiva inversa, es el costado más insólito, desmesurado y fantástico de la historia de Aguirre, que permite la seducción literaria de un lector no especializado. Así por ejemplo, para Uslar Pietri Aguirre nunca duerme (lo que le da un carácter demoniaco y espectral), mientras que Sender racionaliza la leyenda y explica que “cuando dormía dos o tres horas tenía bastante y no quería más” (56). Para Uslar Pietri, los asesinatos de Aguirre no tienen ninguna otra lógica que la del capricho, la venganza y la crueldad. El Tirano es construido como un maniaco-depresivo que a veces muestra una extremada cortesía y respeto por sus súbditos (como cuando ofrece, en repetidas ocasiones y sin que nadie se lo pida, respetar la vida y pagar por los bienes de los vecinos de las poblaciones adonde llegan), para luego embarcarse en frenéticos ataques de violencia en los que no evita mancharse las manos de sangre. Sender transfiere la función de verdugo a los negros de la expedición y eventualmente a algunos españoles, y además trata de racionalizar lo más posible los crímenes, explicando en cada caso su función en obtener y conservar el poder, aunque llega un momento en que la total irracionalidad de su gobierno se hace inevitablemente manifiesta. Con todo, el novelista español logra construir un personaje un poco más plausible, mientras que el venezolano talla una figura legendaria y terrorífica. En conclusión, El camino de El Dorado es una novela más apasionante, construida con mayor atrevimiento y arte literario, en donde la técnica es más depurada precisamente por ser más invisible, en donde los elementos están cuidadosamente contrapesados y no hay lugar para la hojarasca, y dirigida hacia cualquier lector capaz de disfrutar de la magia de un relato. La aventura equinoccial de Lope de Aguirre prefiere claramente un lector aficionado a la novela histórica o interesado en Lope de Aguirre, explora con seriedad y honestidad la dimensión histórica de este personaje central del imaginario americano y ofrece un retrato más convincente de la época y la mentalidad de los conquistadores. Por algo se dice que cada novela pide su lector.


Tomado de aquí.

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