Por Eduardo Chirinos
The only glory in war is surviving
Sam Fuller
En un comienzo esta colección de poemas iba a llamarse Saudade. Tan musical e intraducible título anunciaba la pudorosa nostalgia que asociamos con el fado portugués y la samba brasileña. El anuncio quería ser equívoco: nada más ajeno al espíritu de la saudade que estos poemas atrapados en su propia combustión. Al poco tiempo, su autora decidió cambiarlo por otro más extraño y más perturbador: Uno Rojo. A despecho de su sequedad expresiva, el nuevo título es capaz de movilizar los significados más sugerentes sin necesidad de explicación alguna. No deja de sospecharse, sin embargo, un uso previo que Andrea Cabel ha sabido relacionar con el sentido (o el sinsentido) de escribir poemas.
En un correo personal (espero que me perdone esta infidencia), Andrea me explicó que "Uno Rojo" aludía a una división de choque que tenían los Estados Unidos las Segunda Guerra Mundial: "supe que eran soldados preparados para morir, que eran los marginales... los que a nadie le importaba si morían o no… y curiosamente eran los que menos morían porque justamente, estaban preparados para morir". No me sorprendió que Andrea encontrara en esos soldados marginales el milagro que necesitaba para despersonalizar su propia sobrevivencia. Tampoco me sorprendió que su información fuera inexacta o, por lo menos, incompleta: Uno Rojo es nada menos que la más antigua y prestigiosa división de infantería del ejército norteamericano. Creada por el general John Pershing en mayo de 1917, The Big Red One fue la primera unidad norteamericana en llegar a Francia para combatir en la Primera Guerra Mundial. Su legendario nombre se debe a que sus soldados llevaban cosida en el hombro una gran insignia con el número 1 en color rojo. Este detalle fue convertido en símbolo por el director Samuel Fuller, quien relata en su película The Big Red One (1980) la experiencia de esta división comandada por "El Sargento" (un impecable Lee Marvin) en los momentos más difíciles de la Segunda Guerra Mundial. Veterano de guerra, Fuller sabía de lo que hablaba cuando decía que la única gloria de la guerra era sobrevivir. Empeñada en sobrevivir a su propia guerra, Andrea Cabel podía darse el lujo de olvidar los detalles históricos, recoger esa insignia y coserla en cada uno de las páginas de su libro
¿De qué guerra hablan estos poemas? Si tensamos el arco que va del primer poema al último descubriremos una analogía con el conflicto que enfrenta todo creador: la no deseada soledad como condición necesaria para la creación de su obra. Uno Rojo es la crónica de este conflicto que intenta resolverse convirtiendo la obra en la compañía deseada; o, más radicalmente, incorporándola al espacio cerrado y en permanente combustión que la hablante ha diseñado para la sobrevivencia. El primer poema, titulado "el once", habla de la separación de los padres como el traumático origen de una ausencia cuyo reemplazo se hace esperar dolorosamente: "no te vayas nunca, no te vayas nunca. un estómago que araña su textura, su manía de latir hacia el cielo. la inmensa bóveda de soledad se abre en dos, en tres, no te vayas nunca, me quedo contigo, la cama se hace dos veces ella, no te vayas nunca". El poema termina con esta frase tan misteriosa como reveladora: "once veces caminaré la misma vereda roja, roja de azúcar y distancia". Si la vereda "roja de azúcar y distancia" evoca el color anunciado en el título, el "once" (guarismo que resulta de la duplicación de "uno") subraya obsesivamente la soledad ligada a la sobrevivencia: "uno rojo".
La separación entre el espacio íntimo de la creadora (la casa en llamas que tiende a confundirse con su cuerpo, también en llamas) y el universo de afuera tiene su punto de contacto en la ventana. Sólo que en estos poemas la ventana no se limita a cumplir el papel de topos neutro que le asigna la tradición; además de comunicar el interior con el exterior, es también un caprichoso personaje que se desplaza metonímicamente: a veces "se hace rectángulo, garganta, puerta", a veces una cama que "se hace dos veces ella", casi siempre son los poemas, cuya disposición en prosa los convierte en el rectángulo donde habitan las palabras. En todos los casos el interior se define como una casa en llamas y el exterior como un océano cuya lentitud (¿cuyas "falsas actitudes"?) amenaza con apagar todo aquello que se aventure a salir. Pero esta separación no es tan definitiva como podría parecer (si lo fuera no estaríamos leyendo estos poemas), en todo momento la hablante se siente tentada por el universo de afuera que "abre sus deseos y rema hacia la casa en llamas". Más que la tentación de integrarse al exterior y normalizar su intimidad "apagándola", se trata de la sospecha de que hay alguien que alimenta desde afuera su permanente combustión. Tal vez ese alguien es al que alude el misterioso epígrafe de Juan Larrea: "tus cartas de calor me llegan sin hacer ruido".
El desbalance entre el universo impreciso y la intimidad de la casa, no asume nunca la forma de un lamento: la hablante no se queja de la imposibilidad de trasponer la ventana, tampoco le reprocha al universo su indiferencia (o su rechazo). Lo que la hablante hace es algo infinitamente más peligroso: dejar abierta esa ventana y volcarse por entero en las llamas de su propia intimidad. Como sus propias palabras (como su propia casa) la hablante arde porque sabe que en toda combustión hay una posibilidad de milagro, y que ese milagro justificará la escritura de los poemas más allá de cualquier incomprensión:
después de todo, ¿qué saben del adormecimiento? nadie siente las piernas como las siento yo. llenas de ventanas, borradas de sueño, arrojadas en palabras a desteñirse sobre el océano. quién se hincha de distancia y brilla penitente esperando una escama, un nombre de muerte, una llama recién nacida, diaria, resuelta. quién desaparece buscando un lado igual, una antigua imperfección. quién deshace el incendio y se hace rectángulo, garganta, puerta.
Escribir poemas es, pues, la forma de mantener vivo el incendio, la ceremonia "donde te hundes y sales multiplicando la materia en llamas, inútilmente multiplicando el ciclo natural de una pluma". Los poemas pasan de aliarse con el cuerpo que los crea a identificarse plenamente con él, pero esa identidad es tan frágil que necesita ser protegida del peligro que la constituye: la soledad que conduce al soliloquio ("quédate mordiendo la materia agria de estar sola, de estar tantas veces tan sola") o al teatro de sombras donde a y b intentan hacer de una pequeña esquirla el escenario de su imposible eternidad. ¿Se trata de un precio alto? La espera del reemplazo afectivo es dolorosa, pero al menos mantiene ardiendo la casa. Lo supo Carlos Germán Belli cuando aludió al "incandescente motor" que impulsa la escritura de Andrea Cabel: el cuerpo en llamas consagrado a la ceremonia de producir palabras. No se trata de una ceremonia inútil: una vez arrojadas por la ventana (una vez desprendidas del cuerpo) esas palabras sabrán mantener su combustión sin "desteñirse en el océano". Y esa será la prueba mayor de su sobrevivencia.
Octubre, 2009
The only glory in war is surviving
Sam Fuller
En un comienzo esta colección de poemas iba a llamarse Saudade. Tan musical e intraducible título anunciaba la pudorosa nostalgia que asociamos con el fado portugués y la samba brasileña. El anuncio quería ser equívoco: nada más ajeno al espíritu de la saudade que estos poemas atrapados en su propia combustión. Al poco tiempo, su autora decidió cambiarlo por otro más extraño y más perturbador: Uno Rojo. A despecho de su sequedad expresiva, el nuevo título es capaz de movilizar los significados más sugerentes sin necesidad de explicación alguna. No deja de sospecharse, sin embargo, un uso previo que Andrea Cabel ha sabido relacionar con el sentido (o el sinsentido) de escribir poemas.
En un correo personal (espero que me perdone esta infidencia), Andrea me explicó que "Uno Rojo" aludía a una división de choque que tenían los Estados Unidos las Segunda Guerra Mundial: "supe que eran soldados preparados para morir, que eran los marginales... los que a nadie le importaba si morían o no… y curiosamente eran los que menos morían porque justamente, estaban preparados para morir". No me sorprendió que Andrea encontrara en esos soldados marginales el milagro que necesitaba para despersonalizar su propia sobrevivencia. Tampoco me sorprendió que su información fuera inexacta o, por lo menos, incompleta: Uno Rojo es nada menos que la más antigua y prestigiosa división de infantería del ejército norteamericano. Creada por el general John Pershing en mayo de 1917, The Big Red One fue la primera unidad norteamericana en llegar a Francia para combatir en la Primera Guerra Mundial. Su legendario nombre se debe a que sus soldados llevaban cosida en el hombro una gran insignia con el número 1 en color rojo. Este detalle fue convertido en símbolo por el director Samuel Fuller, quien relata en su película The Big Red One (1980) la experiencia de esta división comandada por "El Sargento" (un impecable Lee Marvin) en los momentos más difíciles de la Segunda Guerra Mundial. Veterano de guerra, Fuller sabía de lo que hablaba cuando decía que la única gloria de la guerra era sobrevivir. Empeñada en sobrevivir a su propia guerra, Andrea Cabel podía darse el lujo de olvidar los detalles históricos, recoger esa insignia y coserla en cada uno de las páginas de su libro
¿De qué guerra hablan estos poemas? Si tensamos el arco que va del primer poema al último descubriremos una analogía con el conflicto que enfrenta todo creador: la no deseada soledad como condición necesaria para la creación de su obra. Uno Rojo es la crónica de este conflicto que intenta resolverse convirtiendo la obra en la compañía deseada; o, más radicalmente, incorporándola al espacio cerrado y en permanente combustión que la hablante ha diseñado para la sobrevivencia. El primer poema, titulado "el once", habla de la separación de los padres como el traumático origen de una ausencia cuyo reemplazo se hace esperar dolorosamente: "no te vayas nunca, no te vayas nunca. un estómago que araña su textura, su manía de latir hacia el cielo. la inmensa bóveda de soledad se abre en dos, en tres, no te vayas nunca, me quedo contigo, la cama se hace dos veces ella, no te vayas nunca". El poema termina con esta frase tan misteriosa como reveladora: "once veces caminaré la misma vereda roja, roja de azúcar y distancia". Si la vereda "roja de azúcar y distancia" evoca el color anunciado en el título, el "once" (guarismo que resulta de la duplicación de "uno") subraya obsesivamente la soledad ligada a la sobrevivencia: "uno rojo".
La separación entre el espacio íntimo de la creadora (la casa en llamas que tiende a confundirse con su cuerpo, también en llamas) y el universo de afuera tiene su punto de contacto en la ventana. Sólo que en estos poemas la ventana no se limita a cumplir el papel de topos neutro que le asigna la tradición; además de comunicar el interior con el exterior, es también un caprichoso personaje que se desplaza metonímicamente: a veces "se hace rectángulo, garganta, puerta", a veces una cama que "se hace dos veces ella", casi siempre son los poemas, cuya disposición en prosa los convierte en el rectángulo donde habitan las palabras. En todos los casos el interior se define como una casa en llamas y el exterior como un océano cuya lentitud (¿cuyas "falsas actitudes"?) amenaza con apagar todo aquello que se aventure a salir. Pero esta separación no es tan definitiva como podría parecer (si lo fuera no estaríamos leyendo estos poemas), en todo momento la hablante se siente tentada por el universo de afuera que "abre sus deseos y rema hacia la casa en llamas". Más que la tentación de integrarse al exterior y normalizar su intimidad "apagándola", se trata de la sospecha de que hay alguien que alimenta desde afuera su permanente combustión. Tal vez ese alguien es al que alude el misterioso epígrafe de Juan Larrea: "tus cartas de calor me llegan sin hacer ruido".
El desbalance entre el universo impreciso y la intimidad de la casa, no asume nunca la forma de un lamento: la hablante no se queja de la imposibilidad de trasponer la ventana, tampoco le reprocha al universo su indiferencia (o su rechazo). Lo que la hablante hace es algo infinitamente más peligroso: dejar abierta esa ventana y volcarse por entero en las llamas de su propia intimidad. Como sus propias palabras (como su propia casa) la hablante arde porque sabe que en toda combustión hay una posibilidad de milagro, y que ese milagro justificará la escritura de los poemas más allá de cualquier incomprensión:
después de todo, ¿qué saben del adormecimiento? nadie siente las piernas como las siento yo. llenas de ventanas, borradas de sueño, arrojadas en palabras a desteñirse sobre el océano. quién se hincha de distancia y brilla penitente esperando una escama, un nombre de muerte, una llama recién nacida, diaria, resuelta. quién desaparece buscando un lado igual, una antigua imperfección. quién deshace el incendio y se hace rectángulo, garganta, puerta.
Escribir poemas es, pues, la forma de mantener vivo el incendio, la ceremonia "donde te hundes y sales multiplicando la materia en llamas, inútilmente multiplicando el ciclo natural de una pluma". Los poemas pasan de aliarse con el cuerpo que los crea a identificarse plenamente con él, pero esa identidad es tan frágil que necesita ser protegida del peligro que la constituye: la soledad que conduce al soliloquio ("quédate mordiendo la materia agria de estar sola, de estar tantas veces tan sola") o al teatro de sombras donde a y b intentan hacer de una pequeña esquirla el escenario de su imposible eternidad. ¿Se trata de un precio alto? La espera del reemplazo afectivo es dolorosa, pero al menos mantiene ardiendo la casa. Lo supo Carlos Germán Belli cuando aludió al "incandescente motor" que impulsa la escritura de Andrea Cabel: el cuerpo en llamas consagrado a la ceremonia de producir palabras. No se trata de una ceremonia inútil: una vez arrojadas por la ventana (una vez desprendidas del cuerpo) esas palabras sabrán mantener su combustión sin "desteñirse en el océano". Y esa será la prueba mayor de su sobrevivencia.
Octubre, 2009
Tomado de aquí.
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