Por Óscar Malca
Viernes
Partimos a las 11 de la mañana. Luigui nos recibe con una enorme sonrisa cómplice. Nos cuenta que tiene que ir a Lima; un asunto de faldas que jala siempre. Nos deja un grueso paco de furys, maricucha, muggles, c. sátiva. Su sitio es una casa a medio construir.
Un quiltro.
Con Kart compramos provisiones y más o menos desde la tardecita fluímos en torno a una prolongada charla y lectura en alta voz (algo del Tao, Mariátegui, Krishnamurti): unos seis tronchos. Ludwig se quita ya cayendo la noche. Comemos arroz aguado con alverjitas. Dormimos muy tarde completamente abotagados.
Sábado
Temprano, antes del desayuno, un mañanero: el cosquilleo delicioso del vicio. Luego otro. Un exiguo desayuno es limpiamente devorado. Aparece una botella de cañazo para beber todo el trayecto. Y fumos. Se leen los últimos textos de Juan Carlos y otros papeles.
Vapores de alcohol rectificado y yerba del Señor inundan la habitación por encima de los huesos principales. Recuerdo dos horas completas con el ‛espanto de la lucidez’. Enajenado mi cuerpo en su élan, su imagen acaso. Estoy lejísimos: estamos: buen swing de diálogos con Charly.
Le tiro una piedra al quiltro y aúlla.
A la bodega vamos lo menos unas ocho veces durante el día; la última a las diez, a comprar pan. El día se hace larguísimo. Una hamaca sirve para algunos cómputos importantes. Se habla de mujeres también –buenas mulas–, y de sucesos ‛feos como pinzas de cangrejo’. Anocheciendo subimos a la azotea a fumar el último joint, a contemplar las moles de tierra, compactas, inmóviles. Y el negro cielo encima. Se escaló también temerariamente, algunos muros. Casi al final de la jornada se degluten unos apoteósicos tallarines. Somos un par de fantasmas que tratan de comunicarse desde otros referentes. Ahí la yerba.
Domingo
El Lucho regresa por la mañana algo maltratado por el peso de una ruptura, al parecer. Cortamos el Sanperico de su patio y lo pelamos bajo el límpido y acerado sol. El cielo: ‛la serena quietud de la belleza’. El brebaje hierve en el perol sobre el fuego. Lo dejamos para ir al río a bañarnos, que estamos sucísimos. El río se mueve con gran torrente: fuerza nos transmite ese torrente, dice Lucho Ludwing. Yo la siento. Al regreso tiramos una siestecita. A las cuatro tomamos el Perico. Yo me zampo doble ración: la necesito como algo que me queme, me purifique. Inclusive la muerte, como dice el vals, quiero morir soñando. Creo que hago notoria mi desesperación de sentir algún impacto interior: don Luis se da cuenta y no sé que me dice.
Gran conversa entre los tres: Dios, la filosofía oriental, las posibilidades del rizoma: excelentes cómputos. Lucho lee textos suyos. Carlos le dice algunas cosas interesantes. Estamos bajo techo cuando comienza la reventazón. Con el Lucho iniciamos un experimento de los que hacía Stockhausen: en habitaciones distintas cada uno se manda un rollo con instrumentos: el toca una quena que conoce más o menos y yo, uso mis intuiciones sonoras con una zampoña. La experiencia fascina y de pronto nos convertimos en música, fluidez, sonido, fuerza: yo me disuelvo en un cántico que brota y me atrapa por completo. Luigui prosigue con su quena, yo tocando y cantando. No nos detenemos; somos una intensidad. Una intensidad sonora, vital, lumínica. Recuerdo que en un determinado momento empiezo a articular palabras y luego frases. Charles se incorpora con una lata para percusión; algo que no comprendemos nos envuelve. En eso, Lucho Ludwig enciende un gran fuego con pasto seco: hacemos música y con el fuego (un viejo amigo por lo demás) se produce un gran diálogo. Humo negro en ‛este limbo espeso como la brea’. El quiltro (también le dimos Samperico) ladra y se loquea con Carlos. Trato de arranchar sonidos de una botella; me retiro al cabo de un rato estoy en la hamaca: no resisto la tentación de empujarme medio vaso más. Necesito, necesito fuego, ya lo dije. En la hamaca, meciéndome, nuevamente soy atrapado por esa fuerza policroma. Recomienzo el canto. Algo sucede con la vela encendida; suena de un modo extrañó. Cesa el sonido, grito algo.
Entramos al cuarto de Ludwig, gastados, muy desgastados: son como las nueve y media. Decidimos ir a Chosica a comprar grass. Camino al paradero un enorme perro corre ladrando hacia nosotros; cuando está suficientemente cerca frena violentamente, entorna desquiciado los ojos y se quita aullando. Nosotros estábamos inmóviles. Ya en Chosica subimos a un cerro donde vive el pata de la merca y mientras esperabamos que don Luis haga el pase, con Carlos somos presa de una visión: una hembrita, con olor a concha, se la pasa modelando para nosotros, para nuestros alelados ojos. Orgasmo en ciernes.
Fumamos y se camina por la vieja Chosica, recorriendo notables caserones. Comemos cancha. Falta pelpa para fumar. El Federico continúa estragando nuestra racionalidad, que ya nicagando lleva ese nombre. Somos entes corpóreos, eso es todo. La hierba multiplica su poder.
Acordamos regresar a pie, por los cerros. Nos detenemos en un quiosco a tomar chicha barata. ‛Esto es un asalto’, le dice el Lucho a la huraña anciana. Bebemos y no deja de mirarnos, muy fijamente.
Los cerros están repletos de quiltros en manada; perros como mierda. Enfrentamos unas doce jaurías en medio de la oscuridad fácil de tocar con los dedos. Impenetrable. Sólo la luna. El Luis le acierta a un perro con una roca. Caminamos golpeando piedras con las manos descoloridas y tensas. Creo que se habla algo sobre la mente, el ser, dios, la totalidad. Delirios. El vasito que me tiré al final comienza a hacerme sentir el trayecto.
Llegando, al intentar trepar un muro, el Lucho se tira de cabeza desde lo alto. Persiste la incógnita de si fue un accidente. Pase de vueltas. Es tardísimo. Metemos una dislocada variedad de ingredientes en una olla, tapamos y dejamos hervir; otro joint. La hamaca. Nuevos cómputos. La olla…
Devoramos. Luego lectura de Juan Ojeda, Lucho Hernández, Moro, Valderomar, Guzmán.
Han transcurrido horas de grosor inconmensurable.
Lunes
Partimos con Carlos a Lima. Agotados. Permanece la intención de volver y, aumentando la dosis, emprender otra experiencia similar. ¿Hallé lo que buscaba? No lo sé. Pero definitivamente siento que algo le debo al Perico.
Gracias Perico.
(1)Tomado del fanzine Amor y anarquía. Antiquilla: febrero y marzo, 1983.
Viernes
Partimos a las 11 de la mañana. Luigui nos recibe con una enorme sonrisa cómplice. Nos cuenta que tiene que ir a Lima; un asunto de faldas que jala siempre. Nos deja un grueso paco de furys, maricucha, muggles, c. sátiva. Su sitio es una casa a medio construir.
Un quiltro.
Con Kart compramos provisiones y más o menos desde la tardecita fluímos en torno a una prolongada charla y lectura en alta voz (algo del Tao, Mariátegui, Krishnamurti): unos seis tronchos. Ludwig se quita ya cayendo la noche. Comemos arroz aguado con alverjitas. Dormimos muy tarde completamente abotagados.
Sábado
Temprano, antes del desayuno, un mañanero: el cosquilleo delicioso del vicio. Luego otro. Un exiguo desayuno es limpiamente devorado. Aparece una botella de cañazo para beber todo el trayecto. Y fumos. Se leen los últimos textos de Juan Carlos y otros papeles.
Vapores de alcohol rectificado y yerba del Señor inundan la habitación por encima de los huesos principales. Recuerdo dos horas completas con el ‛espanto de la lucidez’. Enajenado mi cuerpo en su élan, su imagen acaso. Estoy lejísimos: estamos: buen swing de diálogos con Charly.
Le tiro una piedra al quiltro y aúlla.
A la bodega vamos lo menos unas ocho veces durante el día; la última a las diez, a comprar pan. El día se hace larguísimo. Una hamaca sirve para algunos cómputos importantes. Se habla de mujeres también –buenas mulas–, y de sucesos ‛feos como pinzas de cangrejo’. Anocheciendo subimos a la azotea a fumar el último joint, a contemplar las moles de tierra, compactas, inmóviles. Y el negro cielo encima. Se escaló también temerariamente, algunos muros. Casi al final de la jornada se degluten unos apoteósicos tallarines. Somos un par de fantasmas que tratan de comunicarse desde otros referentes. Ahí la yerba.
Domingo
El Lucho regresa por la mañana algo maltratado por el peso de una ruptura, al parecer. Cortamos el Sanperico de su patio y lo pelamos bajo el límpido y acerado sol. El cielo: ‛la serena quietud de la belleza’. El brebaje hierve en el perol sobre el fuego. Lo dejamos para ir al río a bañarnos, que estamos sucísimos. El río se mueve con gran torrente: fuerza nos transmite ese torrente, dice Lucho Ludwing. Yo la siento. Al regreso tiramos una siestecita. A las cuatro tomamos el Perico. Yo me zampo doble ración: la necesito como algo que me queme, me purifique. Inclusive la muerte, como dice el vals, quiero morir soñando. Creo que hago notoria mi desesperación de sentir algún impacto interior: don Luis se da cuenta y no sé que me dice.
Gran conversa entre los tres: Dios, la filosofía oriental, las posibilidades del rizoma: excelentes cómputos. Lucho lee textos suyos. Carlos le dice algunas cosas interesantes. Estamos bajo techo cuando comienza la reventazón. Con el Lucho iniciamos un experimento de los que hacía Stockhausen: en habitaciones distintas cada uno se manda un rollo con instrumentos: el toca una quena que conoce más o menos y yo, uso mis intuiciones sonoras con una zampoña. La experiencia fascina y de pronto nos convertimos en música, fluidez, sonido, fuerza: yo me disuelvo en un cántico que brota y me atrapa por completo. Luigui prosigue con su quena, yo tocando y cantando. No nos detenemos; somos una intensidad. Una intensidad sonora, vital, lumínica. Recuerdo que en un determinado momento empiezo a articular palabras y luego frases. Charles se incorpora con una lata para percusión; algo que no comprendemos nos envuelve. En eso, Lucho Ludwig enciende un gran fuego con pasto seco: hacemos música y con el fuego (un viejo amigo por lo demás) se produce un gran diálogo. Humo negro en ‛este limbo espeso como la brea’. El quiltro (también le dimos Samperico) ladra y se loquea con Carlos. Trato de arranchar sonidos de una botella; me retiro al cabo de un rato estoy en la hamaca: no resisto la tentación de empujarme medio vaso más. Necesito, necesito fuego, ya lo dije. En la hamaca, meciéndome, nuevamente soy atrapado por esa fuerza policroma. Recomienzo el canto. Algo sucede con la vela encendida; suena de un modo extrañó. Cesa el sonido, grito algo.
Entramos al cuarto de Ludwig, gastados, muy desgastados: son como las nueve y media. Decidimos ir a Chosica a comprar grass. Camino al paradero un enorme perro corre ladrando hacia nosotros; cuando está suficientemente cerca frena violentamente, entorna desquiciado los ojos y se quita aullando. Nosotros estábamos inmóviles. Ya en Chosica subimos a un cerro donde vive el pata de la merca y mientras esperabamos que don Luis haga el pase, con Carlos somos presa de una visión: una hembrita, con olor a concha, se la pasa modelando para nosotros, para nuestros alelados ojos. Orgasmo en ciernes.
Fumamos y se camina por la vieja Chosica, recorriendo notables caserones. Comemos cancha. Falta pelpa para fumar. El Federico continúa estragando nuestra racionalidad, que ya nicagando lleva ese nombre. Somos entes corpóreos, eso es todo. La hierba multiplica su poder.
Acordamos regresar a pie, por los cerros. Nos detenemos en un quiosco a tomar chicha barata. ‛Esto es un asalto’, le dice el Lucho a la huraña anciana. Bebemos y no deja de mirarnos, muy fijamente.
Los cerros están repletos de quiltros en manada; perros como mierda. Enfrentamos unas doce jaurías en medio de la oscuridad fácil de tocar con los dedos. Impenetrable. Sólo la luna. El Luis le acierta a un perro con una roca. Caminamos golpeando piedras con las manos descoloridas y tensas. Creo que se habla algo sobre la mente, el ser, dios, la totalidad. Delirios. El vasito que me tiré al final comienza a hacerme sentir el trayecto.
Llegando, al intentar trepar un muro, el Lucho se tira de cabeza desde lo alto. Persiste la incógnita de si fue un accidente. Pase de vueltas. Es tardísimo. Metemos una dislocada variedad de ingredientes en una olla, tapamos y dejamos hervir; otro joint. La hamaca. Nuevos cómputos. La olla…
Devoramos. Luego lectura de Juan Ojeda, Lucho Hernández, Moro, Valderomar, Guzmán.
Han transcurrido horas de grosor inconmensurable.
Lunes
Partimos con Carlos a Lima. Agotados. Permanece la intención de volver y, aumentando la dosis, emprender otra experiencia similar. ¿Hallé lo que buscaba? No lo sé. Pero definitivamente siento que algo le debo al Perico.
Gracias Perico.
(1)Tomado del fanzine Amor y anarquía. Antiquilla: febrero y marzo, 1983.
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