Por Zoila Vega Salvatierra (2)
Don José de Goyeneche y Barreda había nacido demasiado joven. Era hijo de una de las familias más poderosas de Arequipa, tenía un hermano candidato a la grandeza de España en la corte de Madrid y había ocupado la silla episcopal a la inverosímil edad de 34 años, gracias al poder de sus parientes. Era un prodigio de supervivencia porque había sido el último obispo de la colonia y el primero de la república, había lidiado con dos virreyes españoles y seis presidentes republicanos, ninguno de los cuales le causó mayores sustos a excepción del Generalísimo Simón Bolívar, que tuvo la descortesía de esquimarle veinticinco mil pesos de plata, los cuales pagó sin chistar. Era un español realista en su corazón y sus huesos. Cuando se produjo la batalla de Ayacucho y a Arequipa no le quedó más remedio que jurar la independencia, Su Ilustrísima se tragó su orgullo para poner la nueva patria bajo la advocación divina.
Decían de él que tenía una moral de acero, que cuidaba mucho del orden del clero de su diócesis y que sus virtudes compensaban cierta desidia de su temperamento. Su apariencia afable, su voz susurrante y su generosidad contribuían a consolidar su imagen de buen pastor. Puertas adentro, era un luchador incansable de la autoridad de sus fueros y más de una vez se había trenzado en pugnas con el alcalde y el prefecto cuando se trató de hacer respetar la autoridad eclesiástica. Había recurrido algunas veces a métodos poco cristianos para eso, limpiando muy bien el rastro para proteger su imagen pública. Desafortunadamente para él, todavía existían laicos inteligentes que se daban cuenta de sus maniobras y algunos de ellos, como Mario Alcántara, eran irreductibles.
Cuando el doctor Alcántara se hizo anunciar, el obispo estaba pensando precisamente en que era muy irónico que tanto trabajo de imagen se viniera al suelo por culpa de alguien que había tenido poco control de sus pantalones y que amenazaba acabar con el prestigio de la Diócesis de Arequipa, única en el país con la suficiente solidez como para imponer la autoridad de la iglesia en todo el territorio peruano, dado que las otras sedes estaban consumidas por el caos y las guerras civiles.
El doctor Alcántara venía de etiqueta rigurosa, provocando la sonrisa del obispo. Pese a ser un anticlerical convicto y confeso, el doctor respetaba suficientemente al prelado como para trajearse y venir a comer con él. No obstante, la cara del médico, ligeramente pálida, le mostró a Su Ilustrísima que tenía que ser menos ingenuo para arreglar aquel asunto.
—Mi querido doctor, me siento honrado.
Alcántara también descubrió que la legendaria pasibilidad del obispo estaba alterada y que un ligero color carmesí le teñía la piel visible por encima del alzacuello. ¿Qué podría hacer que el corazón de Su Ilustrísima se acelerase tanto?
Conversaron de política, con atención particular a las acciones de Castilla que acababa de nombrar a don Mariano, hermano del Obispo, presidente de la Junta Reconstructora de la catedral de Arequipa. Era algo muy natural, siendo que el coronel había iniciado los trabajos con verdadero entusiasmo. El propio obispo corría con casi la totalidad de los gastos y la familia de Goyeneche en pleno ya estaba lista para contratar la confección de una nueva custodia cuajada de joyas, altar, confesionario y púlpito nuevos. Habría que comprar un reloj magnificente y restaurar los vitrales, en fin, varios gastos menudos que Su Ilustrísima pagaría con todo gusto de su propio peculio.
Ese detalle colmó la paciencia del doctor Alcántara. En cierto momento dejó la sopa y preguntó a bocajarro:
—¿Qué pecados estamos pagando para desplegar tanta generosidad, Su Ilustrísima?
El obispo se quedó un momento en silencio, mientras sus dos secretarios, que asistían a la comida, se pusieron rápidamente de pie. Empezaron a decir que sería mejor que el doctor se retirase, pero el prelado los detuvo.
—Me harían muy feliz, sus paternidades, si me dejan un momento solo con don Mario.
Consternados, los dos sacerdotes no supieron cumplir la orden inmediatamente. El obispo les dedicó una sonrisa tranquilizadora y repitió la petición. Ellos obedecieron con reticencia y salieron mientras la alfombra absorbía el taconeo de sus zapatos. Cuando cerraron la puerta, el obispo se volvió al doctor.
—Para ser hombre de ciencia, tiene usted poca templanza, don Mario. Termine la sopa, hágame el favor.
Alcántara sacudió la servilleta.
—Su Ilustrísima. No juegue conmigo, no soy un seminarista y tampoco soy una vieja beata a la que puede meter los dedos a la boca impunemente. Lo que tiene que decirme, dispárelo de una vez. No tengo que esperar hasta los postres.
El obispo levantó las cejas y respiró para conservar la paciencia.
—¿A usted lo han bautizado doctor?
—Por desgracia. Nadie me preguntó mi opinión —contestó el médico.
—Pero en algún momento de su vida debió rezar el Padrenuestro con todo fervor, ¿o no? Dígame la verdad. ¿No creía en un ser divino por encima de todos nosotros vigilando nuestros pasos?
Alcántara sonrió.
—Su Ilustrísima, no viene a que me evangelice usted.
—Usted creyó, Alcántara, y creyó mucho. ¿Qué fue lo que le quitó la fe, si es que tal cosa puede perderse?
—Si quiere saberlo, no me parece que necesite interlocutores para hablar con Dios, especialmente esos que incendian iglesias y disimulan sus andanzas.
El obispo palideció, pero en su larga carrera había aprendido a no darse el lujo de perder la paciencia con un exaltado.
—Si usted es tan descreído como pregona, si tanto fastidio le provocan las cosas de la iglesia y sus ministros, no debería importarle que se hubiera incendiado la catedral. Debería estar feliz, don Mario. Sin embargo trata desesperadamente de averiguar lo que pasó. ¿Debo creerle que es para darse el lujo de desprestigiarnos?
Alcántara tuvo que admitir que no sólo era eso. Le gustaba poder ganarle un partido de ajedrez político a los canónigos, además resultaba una victoria deliciosa ridiculizar a Su Ilustrísima y denunciar que los pollerudos habían incendiado su propio templo, pero algo más lo impulsaba.
—Yo le voy a decir qué es —siguió el obispo, leyéndole la mente—. Es porque, con todo su ateísmo, su liberalismo y su cientificidad a usted también le duele que se haya quemado.
Alcántara sonrió despectivamente.
—Ilustrísima, no suponga tanto.
—Le duele más que a nadie, porque como hombre educado sabe lo que esa catedral representa: el nexo con nuestro pasado, la imagen del hogar, la identidad de nuestra ciudad, las promesas de su futuro, de sus sueños, ¿no es cierto? Un pedazo de nosotros no será nunca el mismo.
Alcántara no dijo nada, pero don José se dio cuenta de que estaba acertando.
—No sufra doctor. La vamos a volver a levantar y será una catedral mejor. Con nuevos sueños, y producirá nuevos recuerdos.
—Sintiendo que perdía la batalla, viendo que el obispo imponía su astucia, Alcántara preguntó con rudeza.
—¿Para eso la incendiaron?
Esta vez, la mano del obispo cayó violentamente sobre la mesa, mientras su cara enrojecía con violencia. Sus delgados labios se apretaron súbitamente, pero aún así no dijo nada. Espero unos minutos hasta tener nuevamente dominio de su voz.
—¿No se le ha ocurrido pensar que yo amaba más ese edificio que usted, doctor? —dijo el obispo—. ¿Cómo iba a incendiarlo si en él perduraba lo último que queda del mundo en el que crecí?
El tono era ligeramente tembloroso e impuso respeto al doctor Alcántara. El obispo se puso de pie con mucho esfuerzo y caminó a una mesita cercana donde descansaba un rosario y un breviario. Había cumplido la sesentena, pero Alcántara pudo ver que en el último mes había envejecido diez años.
—Usted me llama godo y chapetón —siguió el obispo—. Sabe que tengo un hermano que fue oidor en Lima y otro que es miembro de la corte de Madrid. No necesito ocultarle las simpatías realistas de mi familia, ni las mías. Entenderá perfectamente lo que significó la independencia para nosotros. Y entenderá por qué me duele que se haya quemado la catedral.
Alcántara también se levantó y guardó un respetuoso silencio, esperando que el obispo se repusiera.
—Su Ilustrísima, quizás usted no la incendió, pero al proteger a los culpables provoca que la opinión pública siga engañada. La impunidad es casi tan terrible como el mismo crimen.
—Puedo asegurarle, doctor —contestó el obispo—, que el culpable ha sido castigado con creces.
Alcántara se quedó sorprendido. Sólo pudo pensar en el muerto de la Apacheta.
—Su Ilustrísima, los muertos no incendian catedrales.
—Es por eso que lo mandé llamar —dijo el obispo recuperando su autocontrol e indicándole un sillón a Alcántara mientras él se sentó en otro—. El prefecto me ha dicho algo sorprendente y quiero que usted me lo confirme.
Se trataba de Arturo Campos. El arzobispo quería saber si el doctor había encontrado indicios de que se había quemado después de muerto, pero el doctor no quería soltar prenda hasta no saber qué obtendría.
—¿Qué quiere usted?
—Su Ilustrísima, quiero la verdad.
—Siempre y cuando no salga de este cuarto, no puedo decirle nada, don Mario. Lo siento, pero aún tengo mucho que proteger. La verdad haría mayor daño que la piadosa mentira.
El doctor Alcántara no necesitaba que le contaran lo que ya sabía. Era cuestión de orgullo poner contra la esquina al obispo y la mentira piadosa era un expediente muy socorrido cuando se trataba de esconder cosas muy, muy graves.
—No puedo prometerle silencio, Su Ilustrísima. Ustedes están muy acostumbrados a hacer y deshacer sin que nadie les pida cuentas.
El obispo entonces sonrió.
—Qué bueno que no le quedan pruebas, don Mario. Al menos en eso puedo estar tranquilo.
El doctor recordó el resplandor que había iluminado la Apacheta hacía varias noches, la mudez de Macario y la pronta partida de Filiberto Condori a la costa y no pudo evitar sonreír. El viejo zorro se las sabía todas.
—Muy bien, Su Ilustrísima. Empezaré diciéndole que Arturo Campos ya estaba muerto cuando se incendió la iglesia. Le hundieron la tráquea, lo asfixiaron, fue un asesinato. Quemaron la iglesia para cubrir ese crimen.
El obispo cerró los ojos con dolor.
—¡Santo Dios misericordioso!
—¿Por qué escondieron el cuerpo, señor Obispo? Fue fácil enterrarlo en la fosa común. Era un chico de un pueblo lejano, sin parientes que pidieran por él y luego fingir que lo habían mandado al Cuzco, por algún motivo que a nadie le importó. Si hubiera sido un hijo de nombre conocido, usted lo habría hecho mártir. ¿Qué hay de vergonzoso en Arturo Campos?
El obispo hizo un gesto de paciencia con las manos. No podía resistir los ímpetus del doctor.
—Todo ha sido mi culpa, doctor, desde el principio. Había una canojía en disputa y podía haber sido para el buen Arturo, pero se le dio a alguien más y Arturo reaccionó con violencia. No quiso acatar nuestra decisión y esa mañana en la catedral pidió explicaciones a quien no tenía que dárselas. Hubo una lamentable pelea y en ella cayeron las velas sobre el altar que habían armado las señoras de la cofradía, se incendiaron las telas y la alfombra y por eso...
Se detuvo un momento, respirando con dificultad. Alcántara trataba de asimilar la increíble historia. Empezó a darse cuenta de quién era el otro sacerdote, el beneficiado con la canojía, el atacado por Arturo, el que lo había matado “en defensa propia”. Emilio Uceda, el protegido del obispo.
A la mañana siguiente, el doctor Alcántara abrió su consultorio a las nueve de la mañana y la primera persona que tocó la campanilla fue el Querubín Negro. El doctor abrió la puerta y se encontró con un maniquí de cera, ojeroso, tembloroso, pero más sereno que el que lo había abordado la noche anterior: El doctor le indicó que pasara y el Querubín Negro entró, con la cabeza gacha y los pies arrastrando. El doctor le indicó que se sentara, el chico se sacó el sombrero y esperó a que el doctor se lavara las manos, se las secara y se sentara junto a él. Tenía miedo de hablar porque no sabía cómo empezar.
—¿Qué estás esperando, Emilio? ¿Estás repasando la versión que me vas a contar a mí? —le increpó el doctor viendo que se demoraba para hablar.
Emilio Uceda abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir y acabó con la paciencia de Alcántara.
—Quédate callado, crío sinvergüenza. Yo te voy a decir lo que pasó, para ahorrarte tantas mentiras. Y déjame decirte que el obispo no es ningún estúpido. No te ha creído ni la mitad de la novela que le has contado, pero tienes suerte que te quiera tanto como para hacer tonterías por ti. Perdió su catedral y el hijo que no tuvo. Al menos deberías tener la decencia de decirle la verdad. Peleaste con Arturo Campos, pero no fue por la canonjía. Tenían otra cosa pendiente, algo que también estaba en pugna, con faldas y trenzas: Carmela Cisneros. Te sorprendió con ella, pelearon, se te fue la mano, y lo mataste. La parte donde se incendia la iglesia porque tiraron las velas es cierta. Sólo me falta saber si Campos fue quien mató a Carmela. ¿Por eso lo asesinaste?
Uceda movía la cabeza como un loco. No acertaba a entenderse a sí mismo entre untar de guiños y tics nerviosos. La voz se le había atascado y manoteaba como si se estuviera ahogando.
—Ella... no estaba allí.
—No me mientas. Don José sabe que hubo una mujer de por medio, pero no tiene idea de que estaba en la catedral ese domingo. Yo sé que estaba, Emilio. Su hermano Macario la siguió. La estaba esperando afuera y cuando empezó el incendio entro a buscarla, no la encontró, pero vio muerto a Arturo. Por eso salió corriendo, ya había ido otras veces, ¿no es cierto? Le dabas cita en la catedral después del servicio. Pero hubiera sido terrible confesarle eso a Su Ilustrísima. Sacaste el cuerpo sin que te vieran. Aún no sé cómo hiciste eso, sabías que a Filiberto Condori lo prestó el prefecto para hacer el trabajo sucio de volar la fosa común cuando yo me acerqué demasiado y viste por conveniente darle otro trabajo en nombre del obispo. Enterraste a Carmela en Cayma a espaldas de su Ilustrísima.
Viniste aquí, fingiendo ser espía del obispo, para saber qué había averiguado yo. Me has estado siguiendo, sabes que fui a Tingo a hablar con Filiberto, sabes que fui a Cayma. Me extraña que todavía Filiberto y yo no hayamos aparecido con la tráquea hundida.
Uceda se revolvió furioso y gritó.
—No soy un asesino. No quiero lastimar a nadie más.
—Dile la verdad al obispo.
—¡No!
El doctor se levantó y le señaló la puerta.
—Entonces lo haré yo. Su Ilustrísima cuenta que tu remordimiento será suficiente castigo, pero yo no lo creo así. ¿Qué pasará cuando otra muchacha vuelva a colgarse de tu apariencia de ángel? No volverás a usar el confesionario para pescar incautas ni encontrarás chivos expiatorios nunca más, Emilio.
El joven no se levantó. Miró al doctor un largo rato y luego hundió la cabeza. Su voz salió muy ronca, quebrada.
—Doctor, por piedad. Ya ha sido cruel perder lo más que quiero. Mi penitencia empezó hace mucho, cuando ni la belleza que todos alaban ni la inteligencia que me achacan fueron suficientes para conquistar el amor de una mujer.
El doctor Alcántara sintió un nudo que le cerraba la garganta. Quizás había sacado conclusiones con demasiada prisa.
—Emilio —susurró—, ¿a quién fue a ver Carmela ese domingo?
El Querubín se quedó quieto y el doctor vio cómo aquellas esmeraldas magníficas que él portaba en sus ojos se volvían temblorosas y esquivas.
—Hijo, dime la verdad.
Las lágrimas que cayeron en silencio se llevaron para siempre el sueño de Emilio Uceda. El infierno en vida empezó a comérselo con una lentitud dantesca. No tenía voz apenas cuando dijo:
—Dígame una cosa, doctor, ¿qué sintió la primera vez que vio morir a una paciente? —preguntó sin atreverse a mirarlo.
—Nada comparado con lo que sentiste tú cuando viste morir a la mujer que amabas y no pudiste hacer nada para salvarla —contestó el doctor en un susurro.
Emilio no la vio morir. Había estado sorbiendo los vientos por Carmela desde hacía más de un año, pero no pudo vencer la obstinación de la muchacha. Ella tenía las miras puestas en el tímido padre Campos, rival de Uceda en el Seminario. Era verdad que entre los dos disputaban una canonjía, pero era Carmela la verdadera manzana de la discordia. Para fastidiarles el romance, Uceda los jodió con todo lo que tenía a mano. Los persiguió en los confesionarios, en los tambos, en los rincones de mala muerte, hasta que los enamorados fingieron terminar sus relaciones. El Querubín pasó al ataque, pero Carmela no cedía a sus requiebros, por lo que él razonó que seguía viéndose con el otro. Cuando descubrió su treta tuvo que reconocer que era hábil: Campos citaba a Carmela en los anexos de la catedral los domingos al terminar el servicio. Si quieres esconder algo, hazlo bajo las narices de aquel al que necesitas burlar.
A Uceda le costó descubrir la estratagema. El campanero salía después de la misa, lo mismo el sacristán. Campos hacía entrar a Carmela por la puerta posterior que daba al pasaje catedralicio y de ahí la muchacha no volvía a salir hasta muy tarde. El domingo del incendio, Uceda se quedó escondido en la Sala Capitular, después de la misa, esperando, muriéndose de celos, cuando sintió las voces de los enamorados. No supo qué lo enojó más, si el sacrilegio o la felicidad ajena. Salió tratando de sorprenderlos, pero no los halló. En el templo no había nada. Empezó a llamar a Campos a gritos y de pronto éste apareció por un lado de la nave para encararlo. Carmela no estaba con él.
En ese momento, Uceda perdió el control. Había planeado denunciar a Campos, hacerle aplicar el rigor de la ley canónica, exponerlo ante el obispo y eliminar a su competidor definitivamente, pero la ausencia de Carmela lo enloquecía. Sin ella, no podía probar nada así que empezó una violenta discusión con Campos. El resto pasó como lo suponía el doctor: la pelea, el incendio accidental, la muerte de Campos.
Aterrado, Uceda salió corriendo de la iglesia, creyendo que Carmela había escapado antes. Para su mala suerte, uno de los sacristanes la vio salir y se lo dijo al obispo, para quien inventó la historia de la pelea por la canonjía. Pero dos días después, cuando se enteró de que Macario había estado en el incendio y que Carmela estaba desaparecida, comprendió que ella no había logrado salir. ¿Dónde estaba? ¿Había presenciado la pelea y se había escondido por miedo?
Hasta que se le iluminó el cerebro. Campos no podía citar a Carmela en la misma iglesia, no hubieran tenido mucha privacidad si llegaba alguien. Emilio recordó que al llamarlo, Campos apareció por un lado de la nave, por cierto, cerca de donde estaba la puerta que llevaba a la cripta de los obispos. ¡La cripta donde se sepultaba a los prelados que fallecían en ejercicio de sus funciones! ¿Cómo no lo pensó antes? Campos tenía las llaves seguramente. Era un lugar privado, cómodo, algo siniestro, pero los muertos no incomodarían a una pareja fogosa.
Nadie se había acordado de ese lugar en los primeros días de la reconstrucción. Se les iba el tiempo en limpiar escombros y recoger trozos quemados de roca y hierros retorcidos. A pocas noches del incendio, Emilio se apoderó de la llave de repuesto y bajó a la cripta. Eran dos puertas. Una conducía a unas escaleras de roca que descendían en la tierra. La segunda iba a dar a la cripta, una sala ovalada en cuyas paredes se habían cavado nichos para colocar cadáveres de los obispos desde los tiempos en que fue terminada la catedral allá por 1660.
Allí encontró un muerto fuera de su nicho. La segunda puerta había sido bloqueada por una roca y la cripta se había llenado de humo sin que Carmela pudiera salir o alguien escuchara sus gritos de auxilio. Se asfixió en el subterráneo mientras su querido Arturo se quemaba post-mórtem en la superficie.
Sacarla de allí y sepultarla era algo que Alcántara ya sabía. Pero el dolor de Emilio era algo novedoso. El sacerdote se cubrió la cara cuando le tocó describir la espantosa expresión de terror que retorció el hermoso rostro de Carmela en sus últimos instantes.
—Maté a Arturo, incendié la catedral, y lo peor, doctor, la maté a ella.
El Querubín Negro comenzó a llorar, quizás por primera vez en semanas. Hasta entonces, por expresa orden del obispo había fingido entereza para que nadie sospechara lo ocurrido. En el peculiar sentido de la justicia del señor Obispo, todos habían encontrado su merecido: Arturo Campos por su lascivia, Carmela Cisneros por su impudicia, Emilio Uceda por su ira y su ilícito amor. La única víctima era la catedral. Por eso el obispo había condenado a Emilio a verla reconstruir sin poder participar en ella. También lo sacó para siempre de la carrera de sucesión del obispado. Permanecería en Arequipa el tiempo que demorase la catedral nueva en terminarse. Después partiría como sacerdote de alguna oscura diócesis de la montaña y allí moriría olvidado del mundo.
“Pobre chico” pensó el doctor. “Este infierno lo va a seguir hasta la muerte.”
Tuvo un gesto de piedad al ponerle la mano en la cabeza. El muchacho cayó de rodillas, y abrazado a las piernas del médico siguió llorando un largo rato.
Pero mientras lo consolaba, el doctor Alcántara no pudo evitar recordar mi extraña profecía: “La catedral los exige de a pares”. Así que vino a verme esa noche.
Decían de él que tenía una moral de acero, que cuidaba mucho del orden del clero de su diócesis y que sus virtudes compensaban cierta desidia de su temperamento. Su apariencia afable, su voz susurrante y su generosidad contribuían a consolidar su imagen de buen pastor. Puertas adentro, era un luchador incansable de la autoridad de sus fueros y más de una vez se había trenzado en pugnas con el alcalde y el prefecto cuando se trató de hacer respetar la autoridad eclesiástica. Había recurrido algunas veces a métodos poco cristianos para eso, limpiando muy bien el rastro para proteger su imagen pública. Desafortunadamente para él, todavía existían laicos inteligentes que se daban cuenta de sus maniobras y algunos de ellos, como Mario Alcántara, eran irreductibles.
Cuando el doctor Alcántara se hizo anunciar, el obispo estaba pensando precisamente en que era muy irónico que tanto trabajo de imagen se viniera al suelo por culpa de alguien que había tenido poco control de sus pantalones y que amenazaba acabar con el prestigio de la Diócesis de Arequipa, única en el país con la suficiente solidez como para imponer la autoridad de la iglesia en todo el territorio peruano, dado que las otras sedes estaban consumidas por el caos y las guerras civiles.
El doctor Alcántara venía de etiqueta rigurosa, provocando la sonrisa del obispo. Pese a ser un anticlerical convicto y confeso, el doctor respetaba suficientemente al prelado como para trajearse y venir a comer con él. No obstante, la cara del médico, ligeramente pálida, le mostró a Su Ilustrísima que tenía que ser menos ingenuo para arreglar aquel asunto.
—Mi querido doctor, me siento honrado.
Alcántara también descubrió que la legendaria pasibilidad del obispo estaba alterada y que un ligero color carmesí le teñía la piel visible por encima del alzacuello. ¿Qué podría hacer que el corazón de Su Ilustrísima se acelerase tanto?
Conversaron de política, con atención particular a las acciones de Castilla que acababa de nombrar a don Mariano, hermano del Obispo, presidente de la Junta Reconstructora de la catedral de Arequipa. Era algo muy natural, siendo que el coronel había iniciado los trabajos con verdadero entusiasmo. El propio obispo corría con casi la totalidad de los gastos y la familia de Goyeneche en pleno ya estaba lista para contratar la confección de una nueva custodia cuajada de joyas, altar, confesionario y púlpito nuevos. Habría que comprar un reloj magnificente y restaurar los vitrales, en fin, varios gastos menudos que Su Ilustrísima pagaría con todo gusto de su propio peculio.
Ese detalle colmó la paciencia del doctor Alcántara. En cierto momento dejó la sopa y preguntó a bocajarro:
—¿Qué pecados estamos pagando para desplegar tanta generosidad, Su Ilustrísima?
El obispo se quedó un momento en silencio, mientras sus dos secretarios, que asistían a la comida, se pusieron rápidamente de pie. Empezaron a decir que sería mejor que el doctor se retirase, pero el prelado los detuvo.
—Me harían muy feliz, sus paternidades, si me dejan un momento solo con don Mario.
Consternados, los dos sacerdotes no supieron cumplir la orden inmediatamente. El obispo les dedicó una sonrisa tranquilizadora y repitió la petición. Ellos obedecieron con reticencia y salieron mientras la alfombra absorbía el taconeo de sus zapatos. Cuando cerraron la puerta, el obispo se volvió al doctor.
—Para ser hombre de ciencia, tiene usted poca templanza, don Mario. Termine la sopa, hágame el favor.
Alcántara sacudió la servilleta.
—Su Ilustrísima. No juegue conmigo, no soy un seminarista y tampoco soy una vieja beata a la que puede meter los dedos a la boca impunemente. Lo que tiene que decirme, dispárelo de una vez. No tengo que esperar hasta los postres.
El obispo levantó las cejas y respiró para conservar la paciencia.
—¿A usted lo han bautizado doctor?
—Por desgracia. Nadie me preguntó mi opinión —contestó el médico.
—Pero en algún momento de su vida debió rezar el Padrenuestro con todo fervor, ¿o no? Dígame la verdad. ¿No creía en un ser divino por encima de todos nosotros vigilando nuestros pasos?
Alcántara sonrió.
—Su Ilustrísima, no viene a que me evangelice usted.
—Usted creyó, Alcántara, y creyó mucho. ¿Qué fue lo que le quitó la fe, si es que tal cosa puede perderse?
—Si quiere saberlo, no me parece que necesite interlocutores para hablar con Dios, especialmente esos que incendian iglesias y disimulan sus andanzas.
El obispo palideció, pero en su larga carrera había aprendido a no darse el lujo de perder la paciencia con un exaltado.
—Si usted es tan descreído como pregona, si tanto fastidio le provocan las cosas de la iglesia y sus ministros, no debería importarle que se hubiera incendiado la catedral. Debería estar feliz, don Mario. Sin embargo trata desesperadamente de averiguar lo que pasó. ¿Debo creerle que es para darse el lujo de desprestigiarnos?
Alcántara tuvo que admitir que no sólo era eso. Le gustaba poder ganarle un partido de ajedrez político a los canónigos, además resultaba una victoria deliciosa ridiculizar a Su Ilustrísima y denunciar que los pollerudos habían incendiado su propio templo, pero algo más lo impulsaba.
—Yo le voy a decir qué es —siguió el obispo, leyéndole la mente—. Es porque, con todo su ateísmo, su liberalismo y su cientificidad a usted también le duele que se haya quemado.
Alcántara sonrió despectivamente.
—Ilustrísima, no suponga tanto.
—Le duele más que a nadie, porque como hombre educado sabe lo que esa catedral representa: el nexo con nuestro pasado, la imagen del hogar, la identidad de nuestra ciudad, las promesas de su futuro, de sus sueños, ¿no es cierto? Un pedazo de nosotros no será nunca el mismo.
Alcántara no dijo nada, pero don José se dio cuenta de que estaba acertando.
—No sufra doctor. La vamos a volver a levantar y será una catedral mejor. Con nuevos sueños, y producirá nuevos recuerdos.
—Sintiendo que perdía la batalla, viendo que el obispo imponía su astucia, Alcántara preguntó con rudeza.
—¿Para eso la incendiaron?
Esta vez, la mano del obispo cayó violentamente sobre la mesa, mientras su cara enrojecía con violencia. Sus delgados labios se apretaron súbitamente, pero aún así no dijo nada. Espero unos minutos hasta tener nuevamente dominio de su voz.
—¿No se le ha ocurrido pensar que yo amaba más ese edificio que usted, doctor? —dijo el obispo—. ¿Cómo iba a incendiarlo si en él perduraba lo último que queda del mundo en el que crecí?
El tono era ligeramente tembloroso e impuso respeto al doctor Alcántara. El obispo se puso de pie con mucho esfuerzo y caminó a una mesita cercana donde descansaba un rosario y un breviario. Había cumplido la sesentena, pero Alcántara pudo ver que en el último mes había envejecido diez años.
—Usted me llama godo y chapetón —siguió el obispo—. Sabe que tengo un hermano que fue oidor en Lima y otro que es miembro de la corte de Madrid. No necesito ocultarle las simpatías realistas de mi familia, ni las mías. Entenderá perfectamente lo que significó la independencia para nosotros. Y entenderá por qué me duele que se haya quemado la catedral.
Alcántara también se levantó y guardó un respetuoso silencio, esperando que el obispo se repusiera.
—Su Ilustrísima, quizás usted no la incendió, pero al proteger a los culpables provoca que la opinión pública siga engañada. La impunidad es casi tan terrible como el mismo crimen.
—Puedo asegurarle, doctor —contestó el obispo—, que el culpable ha sido castigado con creces.
Alcántara se quedó sorprendido. Sólo pudo pensar en el muerto de la Apacheta.
—Su Ilustrísima, los muertos no incendian catedrales.
—Es por eso que lo mandé llamar —dijo el obispo recuperando su autocontrol e indicándole un sillón a Alcántara mientras él se sentó en otro—. El prefecto me ha dicho algo sorprendente y quiero que usted me lo confirme.
Se trataba de Arturo Campos. El arzobispo quería saber si el doctor había encontrado indicios de que se había quemado después de muerto, pero el doctor no quería soltar prenda hasta no saber qué obtendría.
—¿Qué quiere usted?
—Su Ilustrísima, quiero la verdad.
—Siempre y cuando no salga de este cuarto, no puedo decirle nada, don Mario. Lo siento, pero aún tengo mucho que proteger. La verdad haría mayor daño que la piadosa mentira.
El doctor Alcántara no necesitaba que le contaran lo que ya sabía. Era cuestión de orgullo poner contra la esquina al obispo y la mentira piadosa era un expediente muy socorrido cuando se trataba de esconder cosas muy, muy graves.
—No puedo prometerle silencio, Su Ilustrísima. Ustedes están muy acostumbrados a hacer y deshacer sin que nadie les pida cuentas.
El obispo entonces sonrió.
—Qué bueno que no le quedan pruebas, don Mario. Al menos en eso puedo estar tranquilo.
El doctor recordó el resplandor que había iluminado la Apacheta hacía varias noches, la mudez de Macario y la pronta partida de Filiberto Condori a la costa y no pudo evitar sonreír. El viejo zorro se las sabía todas.
—Muy bien, Su Ilustrísima. Empezaré diciéndole que Arturo Campos ya estaba muerto cuando se incendió la iglesia. Le hundieron la tráquea, lo asfixiaron, fue un asesinato. Quemaron la iglesia para cubrir ese crimen.
El obispo cerró los ojos con dolor.
—¡Santo Dios misericordioso!
—¿Por qué escondieron el cuerpo, señor Obispo? Fue fácil enterrarlo en la fosa común. Era un chico de un pueblo lejano, sin parientes que pidieran por él y luego fingir que lo habían mandado al Cuzco, por algún motivo que a nadie le importó. Si hubiera sido un hijo de nombre conocido, usted lo habría hecho mártir. ¿Qué hay de vergonzoso en Arturo Campos?
El obispo hizo un gesto de paciencia con las manos. No podía resistir los ímpetus del doctor.
—Todo ha sido mi culpa, doctor, desde el principio. Había una canojía en disputa y podía haber sido para el buen Arturo, pero se le dio a alguien más y Arturo reaccionó con violencia. No quiso acatar nuestra decisión y esa mañana en la catedral pidió explicaciones a quien no tenía que dárselas. Hubo una lamentable pelea y en ella cayeron las velas sobre el altar que habían armado las señoras de la cofradía, se incendiaron las telas y la alfombra y por eso...
Se detuvo un momento, respirando con dificultad. Alcántara trataba de asimilar la increíble historia. Empezó a darse cuenta de quién era el otro sacerdote, el beneficiado con la canojía, el atacado por Arturo, el que lo había matado “en defensa propia”. Emilio Uceda, el protegido del obispo.
A la mañana siguiente, el doctor Alcántara abrió su consultorio a las nueve de la mañana y la primera persona que tocó la campanilla fue el Querubín Negro. El doctor abrió la puerta y se encontró con un maniquí de cera, ojeroso, tembloroso, pero más sereno que el que lo había abordado la noche anterior: El doctor le indicó que pasara y el Querubín Negro entró, con la cabeza gacha y los pies arrastrando. El doctor le indicó que se sentara, el chico se sacó el sombrero y esperó a que el doctor se lavara las manos, se las secara y se sentara junto a él. Tenía miedo de hablar porque no sabía cómo empezar.
—¿Qué estás esperando, Emilio? ¿Estás repasando la versión que me vas a contar a mí? —le increpó el doctor viendo que se demoraba para hablar.
Emilio Uceda abrió la boca, la cerró, la volvió a abrir y acabó con la paciencia de Alcántara.
—Quédate callado, crío sinvergüenza. Yo te voy a decir lo que pasó, para ahorrarte tantas mentiras. Y déjame decirte que el obispo no es ningún estúpido. No te ha creído ni la mitad de la novela que le has contado, pero tienes suerte que te quiera tanto como para hacer tonterías por ti. Perdió su catedral y el hijo que no tuvo. Al menos deberías tener la decencia de decirle la verdad. Peleaste con Arturo Campos, pero no fue por la canonjía. Tenían otra cosa pendiente, algo que también estaba en pugna, con faldas y trenzas: Carmela Cisneros. Te sorprendió con ella, pelearon, se te fue la mano, y lo mataste. La parte donde se incendia la iglesia porque tiraron las velas es cierta. Sólo me falta saber si Campos fue quien mató a Carmela. ¿Por eso lo asesinaste?
Uceda movía la cabeza como un loco. No acertaba a entenderse a sí mismo entre untar de guiños y tics nerviosos. La voz se le había atascado y manoteaba como si se estuviera ahogando.
—Ella... no estaba allí.
—No me mientas. Don José sabe que hubo una mujer de por medio, pero no tiene idea de que estaba en la catedral ese domingo. Yo sé que estaba, Emilio. Su hermano Macario la siguió. La estaba esperando afuera y cuando empezó el incendio entro a buscarla, no la encontró, pero vio muerto a Arturo. Por eso salió corriendo, ya había ido otras veces, ¿no es cierto? Le dabas cita en la catedral después del servicio. Pero hubiera sido terrible confesarle eso a Su Ilustrísima. Sacaste el cuerpo sin que te vieran. Aún no sé cómo hiciste eso, sabías que a Filiberto Condori lo prestó el prefecto para hacer el trabajo sucio de volar la fosa común cuando yo me acerqué demasiado y viste por conveniente darle otro trabajo en nombre del obispo. Enterraste a Carmela en Cayma a espaldas de su Ilustrísima.
Viniste aquí, fingiendo ser espía del obispo, para saber qué había averiguado yo. Me has estado siguiendo, sabes que fui a Tingo a hablar con Filiberto, sabes que fui a Cayma. Me extraña que todavía Filiberto y yo no hayamos aparecido con la tráquea hundida.
Uceda se revolvió furioso y gritó.
—No soy un asesino. No quiero lastimar a nadie más.
—Dile la verdad al obispo.
—¡No!
El doctor se levantó y le señaló la puerta.
—Entonces lo haré yo. Su Ilustrísima cuenta que tu remordimiento será suficiente castigo, pero yo no lo creo así. ¿Qué pasará cuando otra muchacha vuelva a colgarse de tu apariencia de ángel? No volverás a usar el confesionario para pescar incautas ni encontrarás chivos expiatorios nunca más, Emilio.
El joven no se levantó. Miró al doctor un largo rato y luego hundió la cabeza. Su voz salió muy ronca, quebrada.
—Doctor, por piedad. Ya ha sido cruel perder lo más que quiero. Mi penitencia empezó hace mucho, cuando ni la belleza que todos alaban ni la inteligencia que me achacan fueron suficientes para conquistar el amor de una mujer.
El doctor Alcántara sintió un nudo que le cerraba la garganta. Quizás había sacado conclusiones con demasiada prisa.
—Emilio —susurró—, ¿a quién fue a ver Carmela ese domingo?
El Querubín se quedó quieto y el doctor vio cómo aquellas esmeraldas magníficas que él portaba en sus ojos se volvían temblorosas y esquivas.
—Hijo, dime la verdad.
Las lágrimas que cayeron en silencio se llevaron para siempre el sueño de Emilio Uceda. El infierno en vida empezó a comérselo con una lentitud dantesca. No tenía voz apenas cuando dijo:
—Dígame una cosa, doctor, ¿qué sintió la primera vez que vio morir a una paciente? —preguntó sin atreverse a mirarlo.
—Nada comparado con lo que sentiste tú cuando viste morir a la mujer que amabas y no pudiste hacer nada para salvarla —contestó el doctor en un susurro.
Emilio no la vio morir. Había estado sorbiendo los vientos por Carmela desde hacía más de un año, pero no pudo vencer la obstinación de la muchacha. Ella tenía las miras puestas en el tímido padre Campos, rival de Uceda en el Seminario. Era verdad que entre los dos disputaban una canonjía, pero era Carmela la verdadera manzana de la discordia. Para fastidiarles el romance, Uceda los jodió con todo lo que tenía a mano. Los persiguió en los confesionarios, en los tambos, en los rincones de mala muerte, hasta que los enamorados fingieron terminar sus relaciones. El Querubín pasó al ataque, pero Carmela no cedía a sus requiebros, por lo que él razonó que seguía viéndose con el otro. Cuando descubrió su treta tuvo que reconocer que era hábil: Campos citaba a Carmela en los anexos de la catedral los domingos al terminar el servicio. Si quieres esconder algo, hazlo bajo las narices de aquel al que necesitas burlar.
A Uceda le costó descubrir la estratagema. El campanero salía después de la misa, lo mismo el sacristán. Campos hacía entrar a Carmela por la puerta posterior que daba al pasaje catedralicio y de ahí la muchacha no volvía a salir hasta muy tarde. El domingo del incendio, Uceda se quedó escondido en la Sala Capitular, después de la misa, esperando, muriéndose de celos, cuando sintió las voces de los enamorados. No supo qué lo enojó más, si el sacrilegio o la felicidad ajena. Salió tratando de sorprenderlos, pero no los halló. En el templo no había nada. Empezó a llamar a Campos a gritos y de pronto éste apareció por un lado de la nave para encararlo. Carmela no estaba con él.
En ese momento, Uceda perdió el control. Había planeado denunciar a Campos, hacerle aplicar el rigor de la ley canónica, exponerlo ante el obispo y eliminar a su competidor definitivamente, pero la ausencia de Carmela lo enloquecía. Sin ella, no podía probar nada así que empezó una violenta discusión con Campos. El resto pasó como lo suponía el doctor: la pelea, el incendio accidental, la muerte de Campos.
Aterrado, Uceda salió corriendo de la iglesia, creyendo que Carmela había escapado antes. Para su mala suerte, uno de los sacristanes la vio salir y se lo dijo al obispo, para quien inventó la historia de la pelea por la canonjía. Pero dos días después, cuando se enteró de que Macario había estado en el incendio y que Carmela estaba desaparecida, comprendió que ella no había logrado salir. ¿Dónde estaba? ¿Había presenciado la pelea y se había escondido por miedo?
Hasta que se le iluminó el cerebro. Campos no podía citar a Carmela en la misma iglesia, no hubieran tenido mucha privacidad si llegaba alguien. Emilio recordó que al llamarlo, Campos apareció por un lado de la nave, por cierto, cerca de donde estaba la puerta que llevaba a la cripta de los obispos. ¡La cripta donde se sepultaba a los prelados que fallecían en ejercicio de sus funciones! ¿Cómo no lo pensó antes? Campos tenía las llaves seguramente. Era un lugar privado, cómodo, algo siniestro, pero los muertos no incomodarían a una pareja fogosa.
Nadie se había acordado de ese lugar en los primeros días de la reconstrucción. Se les iba el tiempo en limpiar escombros y recoger trozos quemados de roca y hierros retorcidos. A pocas noches del incendio, Emilio se apoderó de la llave de repuesto y bajó a la cripta. Eran dos puertas. Una conducía a unas escaleras de roca que descendían en la tierra. La segunda iba a dar a la cripta, una sala ovalada en cuyas paredes se habían cavado nichos para colocar cadáveres de los obispos desde los tiempos en que fue terminada la catedral allá por 1660.
Allí encontró un muerto fuera de su nicho. La segunda puerta había sido bloqueada por una roca y la cripta se había llenado de humo sin que Carmela pudiera salir o alguien escuchara sus gritos de auxilio. Se asfixió en el subterráneo mientras su querido Arturo se quemaba post-mórtem en la superficie.
Sacarla de allí y sepultarla era algo que Alcántara ya sabía. Pero el dolor de Emilio era algo novedoso. El sacerdote se cubrió la cara cuando le tocó describir la espantosa expresión de terror que retorció el hermoso rostro de Carmela en sus últimos instantes.
—Maté a Arturo, incendié la catedral, y lo peor, doctor, la maté a ella.
El Querubín Negro comenzó a llorar, quizás por primera vez en semanas. Hasta entonces, por expresa orden del obispo había fingido entereza para que nadie sospechara lo ocurrido. En el peculiar sentido de la justicia del señor Obispo, todos habían encontrado su merecido: Arturo Campos por su lascivia, Carmela Cisneros por su impudicia, Emilio Uceda por su ira y su ilícito amor. La única víctima era la catedral. Por eso el obispo había condenado a Emilio a verla reconstruir sin poder participar en ella. También lo sacó para siempre de la carrera de sucesión del obispado. Permanecería en Arequipa el tiempo que demorase la catedral nueva en terminarse. Después partiría como sacerdote de alguna oscura diócesis de la montaña y allí moriría olvidado del mundo.
“Pobre chico” pensó el doctor. “Este infierno lo va a seguir hasta la muerte.”
Tuvo un gesto de piedad al ponerle la mano en la cabeza. El muchacho cayó de rodillas, y abrazado a las piernas del médico siguió llorando un largo rato.
Pero mientras lo consolaba, el doctor Alcántara no pudo evitar recordar mi extraña profecía: “La catedral los exige de a pares”. Así que vino a verme esa noche.
(1) Tomado de Cápac Cocha. Lima: Banco Central de Reserva del Peru, 2006.
(2) Arequipa, 1973. Directora de la Orquesta Sinfónica de Arequipa y profesora de violín en la Escuela de Arte de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa. Obtuvó el grado de Magíster en Musicología en la Universidad de Chile, además de un Diplomado en Dirección de Orquesta en el Centro Nacional de las Artes de México. Acaba de doctorarse en Ciencias Sociales en la UNSA. El 2006 recibió el Premio BCRP - Novela Corta 2006 / Julio Ramón Ribeyro por su novela Cápac Cocha
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