Por Fernando Rivera (2)
Salieron del cine junto con la bocanada de gente que inundó la calle. Caminaron silenciosos de la mano, despejando las imágenes de desierto que todavía nublaba su visión, y se detuvieron un momento en la plaza Bolognesi. Agobiados por el calor nocturno de diciembre, que consumía el aire y extendía una fatigante sensación de ahogo.
Entonces Lino sintió una ligera presión en la mano, y vio a Zoila recuperar la vista de la lejanía. Supo que se disponía a comentar algo.
–¿Crees tú, Lino, que habrán logrado escapar? –le preguntó.
Lino, que llevaba una barba desordenada y rala, intentó reflexionar por un instante. Subió la mirada por el tronco pelado de una de las palmeras de la plaza hasta el follaje, como recién se diera cuenta de lo alta que estaba, y respondió sin más.
–No sé –dijo–, terminaron así para hacer pensar a la gente.
–Pero no tenía agua –insistió Zoila–, ella se tomó lo último antes de partir… ¿te diste cuenta cómo se doblaba el aire sobre la arena?
Sin convicción, Lino dejó navegar la mirada sobre las bancas de la plaza. No le parecía algo tan dramático. Ya estaba acostumbrado a los finales disparatados de las películas y pensaba que había siempre alguien detrás de los actores indicándoles lo que tenían que hacer. En cambio, le sorprendía que su mujer permaneciera días enteros hablando bajo el influjo de una historia que de antemano se sabía deliberada.
–Es sólo una película –sentenció después de un rato. Y con la actitud inconsciente de variar hacia otra cosa, detuvo la mirada unos segundos en el vientre de ella.
–¿Qué miras? –le pregunto Zoila con un asomo de picardía, ganada ahora por una nueva excitación.
Lino se ruborizó en el acto.
–Ya sabes –respondió, y presionó la mano de ella para continuar de nuevo.
Dando un breve rodeo al busto de Bolognesi que miraba con dirección al mar, cruzaron en diagonal hasta el otro extremo de la plaza. Allí los edificios de madera llegaban a tener tres pisos, y albergaban dos hostales y una cadena de bares y heladerías en la primera planta. A esa hora de la noche, la gente conversaba alrededor de las bancas con crecida animación debida a la proximidad del verano. Algunos bocinazos interrumpían los corrillos de voces festivas, y en general, el intermitente estampido de las olas, se perdía desapercibido en el silencio por la costumbre de todos los días.
Sin detenerse, sofocados por el sopor de la noche, Zoila y Lino prosiguieron por una calle de doble vía, donde hacía más de cincuenta años algunos libaneses y un japonés, iniciaron sus prósperos comercios de telas con las mercancías que se obtenían de contrabando en el puerto.
Antes de terminar la cuadra, Zoila se detuvo atraída por una vitrina que exhibía dos maniquíes con ropa interior femenina. Desde hacía tiempo había hecho una elección en silencio.
–Me gusta ése –dijo, señalando el sostén de un maniquí detenido en la ejecución de un paso de baile.
–¿Cómo dices?, ¿cuál? –le pregunto Lino. A Zoila no le sorprendió que se hiciera el distraído.
–Que me gusta ése, el de festón rojo.
–¿Rojo?
–Sí, ¿qué te parece para navidad?, dime.
–Ya veremos –vaciló Lino unos instantes. Luego Zoila lo vio desviar la mirada a cualquier parte.
Llegó hasta ellos una mujer mayor de expresión notoriamente juvenil, cargando una bolsa repleta de mandarinas contra el pecho. Iba en sentido contrario.
–¡Qué bien Zoila –exclamó–, ya vas levantando el vestido.
–¿Sí? –dijo Zoila encantada.
–Sí –le confirmó la mujer–. ¿Cuántos meses van?
–Cuatro y medio –respondió Zoila.
–Y bien que se te notan.
La mujer apenas le dirigió una mirada a Lino, aunque a él no pareció importarle. Zoila no supo exactamente cómo, pero percibió que había una ligera tensión entre ellos. Se enganchó en el brazo de su marido y olvidándose del maniquí se despidió de la mujer con la mano.
Siguieron por la misma calle, que ahora se convertía en una sola y amplia vía empinada trabajosamente sobre una cuesta. Y después de unos pasos se detuvieron frente a la puerta del «Sanwa»; del local salía un alud de voces, y el cajero, nada oriental, llenaba de platos el mostrador de vidrio de la entrada.
A Zoila le sobrevino un apetito repentino, y le señaló a su marido una bandeja dentro del mostrador, llena de pequeñas láminas de pasta de harina fritas que tenían un aspecto crocante a la vista.
–Lino, quiero una porción – pidió haciéndose la niña.
Lino se aproximó, busco con la mirada el cartel de los precios, y luego, como si ella no se diera cuenta, deslizó una mano sigilosa a su bolsillo tanteando antes de responder.
–Otro día –dijo retirando la mano del bolsillo.
–Parecen unos pañuelitos arrugados –continuó Zoila–, amarillo¬-café con un rellenito de carne en una de las puntas… ¿no te parece? –y volvió el rostro hacia él.
–Otro día –repitió Lino–, vamos a la casa.
–Eres un tacaño –protestó Zoila enojada. No entendía cómo podía ser tan duro, ¿sería así con los vagos de la esquina? Sintió más que nunca las ganas de hacerse la niña.
Sin embargo, Lino tiró de ella obligándola a reiniciar la marcha.
Caminaron absortos y sin cruzar una palabra. Las campanas de la iglesia de la Inmaculada señalaron las nueve de la noche y aún se notaba cierta agitación en las calles. Pero conforme se fueron alejando del centro de la ciudad, el ruido de los automóviles fue adormitándose, y en su lugar se oían las conversaciones apagadas y la música de radio, que surgían de las puertas y ventanas abiertas de las casas de madera. Algunos vecinos, ahuyentados por el calor, salían a la vereda, y sentados con los brazos apoyados sobre el respaldo de las sillas, conversaban largamente sobre la suerte de sus hijos que hacía tiempo habían salido de la ciudad.
Poco antes de llegar a la casa, un hombre sudoroso y con huellas en la ropa de haber trabajado toda la tarde. Les dio alcance por la vereda opuesta.
–¡Lino! –llamó, y éste se volvió de inmediato–. Un buque noruego acaba de atracar.
–¡Sin vainas! –exclamó Lino. No estaba para bromas, ni para aguantarle a cualquiera.
–Y no va a ser –replicó el hombre–. Hay carga como para cuatro días –y se alejó apresurado.
Una ligera brisa sopló por un momento, y Lino pensó que seguramente traía el rostro de cavernícola que tanto le reprochaba Zoila. La vio abrir inmensamente los ojos y pacificó rostro.
–¿Ahora vamos? –le propuso ella.
–¿Qué?
–¿Vamos al chifa?
Se dejo vencer y la miró con ternura. Le paso una mano callosa por el vientre.
–Vamos chinita –le dijo–, chinita rellenita –y terminó de hablar con el rostro abrasado por una ola de calor.
Regresaron haciendo planes para el futuro. Sumando cargas y salarios con dos buques a la semana durante toda su vida podrían vivir bien, estar casi en la abundancia. Por supuesto que siempre habría problemas, pero con el trabajo seguro todo se superaría.
Cuando llegaron a la puerta del chifa, Zoila sintió los brazos fuertes de Lino reteniéndola un instante.
–Zoila –le dijo, solemne–, creo que de todas maneras vas a tener tu regalo de navidad.
–¿De veras? –exclamó ella.
Lino asintió. Zoila no lo podía creer. Movida por la emoción, se colgó de su cuello y le soltó un beso sobre la barba hirsuta.
–No sabes la falta que hace –murmuró.
Enseguida ingresó al chifa, y nada más vio la bandeja, volvió a salir a los pocos segundos adelantando unos pasos atortujados. Lino la esperaba en la puerta. Sintió unos deseos enormes de gritarle en la cara, de abofetearlo.
–¿Qué pasó? –pregunto él.
–Que ya no hay –le respondió sin mirarlo. Luego frunció los labios haciendo una mueca, que sintiera que estaba molesta, y agregó:– Si hubiéramos comprado antes… ¡Si no fueras tan tacaño!
Un cuarto de hora más tarde, en la casa, se sentaron a la mesa del comedor. Zoila, después de encender la radio, había servido dos tazas de té y unos bizcochuelos que habían sobrado de un día anterior. Lino se decepcionó.
–¿Qué pasó con la comida? –pregunto.
Pero tuvo que esperar a que Zoila se sirviera azúcar al té y moviera la cucharita formando un pequeño remolino.
–Esta es la comida –dijo ella después, hundiendo un trozo de bizcochuelo en el té.
Una corriente de aire entró por la puerta del patio e hizo flamear las cortinas que dividían el comedor del dormitorio. Lino alcanzó a ver una pata del catre que compartía con su mujer, en el preciso instante en que se oía un saludo de cumpleaños por la radio. Se sintió burlado.
–No es chiste –repuso gravemente.
–Claro que no –dijo ella, y se llevó el trozo de bizcochuelo humedecido a la boca–. Te comiste dos platos en el almuerzo y ya no queda más –agregó después.
Lino bebió perturbado su taza de té, sin tocar los bizcochuelos y sin decidirse a despegar la mirada del centro de la mesa. Oyó por la radio que se iniciaba un programa musical romántico, con la voz amanerada del locutor. Al terminar de beber se levantó y caminó hacia la puerta.
–Voy a la esquina –dijo, vibrando notoriamente–, a fumar un cigarro, por si acaso te importa tu marido –y salió.
Zoila permaneció con la mirada fija en la superficie del té, donde la bombilla de luz se reflejaba como un sol diminuto. Le vino el recuerdo de la primera semana de recién casados, aquellos momentos en los que después del ardor, cuando terminaban de hacerlo, a Lino le entraba un hambre repentino de todo el cuerpo. Incluso se levantaba los calzoncillos a rebuscar los restos de comida en las ollas, y si no había, se vestía a la carrera y salía a comprar algo en la tienda. Comía en la cama fingiendo un apetito enorme que daba risa, hasta que por fin se quedaba dormido o se le despertaban las ganas de nuevo. Sin proponérselo, Zoila, volvió al final de la película, y se dijo convencida, que Lino nunca se atrevería a cruzar el desierto.
Acabada la taza de té, se levantó y se fue hasta la cocina. En el trayecto, le fastidió oír al gallo de pelea que con tanto esmero criaba Lino. Se ubicó en un banco junto a la solitaria hornilla tiznada por innumerables capas de hollín, y, al volver la mirada hacia el prisma de luz que brotaba intenso desde el comedor, quedó paralizado por el minúsculo cosquilleo que sintió dentro de su vientre. Desbordada por el éxtasis, sonrió como si viera flotar las cosas en su sitio, y se pasó unos dedos trémulos acariciándose el ombligo. Sin pensarlo dos veces, con los ojos iluminados, se sirvió de una olla la comida que había sobrado del almuerzo.
(1) Tomado de Barcos de Arena. Lima: Lluvia editores, 1994.
(2) Mollendo (Arequipa), 1965. Estudió literatura en la Universidad Nacional de San Agustín y maestría en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Hizo un doctorado en la Universidad de Princeton (USA). En 1992 obtuvo el primer lugar en el concurso "El cuento de las mil palabras" de la revista Caretas. Ha publicado: Barcos de Arena (cuentos), Lima, 1994; Invencible como tu figura (novela), Lima, 2005.
Salieron del cine junto con la bocanada de gente que inundó la calle. Caminaron silenciosos de la mano, despejando las imágenes de desierto que todavía nublaba su visión, y se detuvieron un momento en la plaza Bolognesi. Agobiados por el calor nocturno de diciembre, que consumía el aire y extendía una fatigante sensación de ahogo.
Entonces Lino sintió una ligera presión en la mano, y vio a Zoila recuperar la vista de la lejanía. Supo que se disponía a comentar algo.
–¿Crees tú, Lino, que habrán logrado escapar? –le preguntó.
Lino, que llevaba una barba desordenada y rala, intentó reflexionar por un instante. Subió la mirada por el tronco pelado de una de las palmeras de la plaza hasta el follaje, como recién se diera cuenta de lo alta que estaba, y respondió sin más.
–No sé –dijo–, terminaron así para hacer pensar a la gente.
–Pero no tenía agua –insistió Zoila–, ella se tomó lo último antes de partir… ¿te diste cuenta cómo se doblaba el aire sobre la arena?
Sin convicción, Lino dejó navegar la mirada sobre las bancas de la plaza. No le parecía algo tan dramático. Ya estaba acostumbrado a los finales disparatados de las películas y pensaba que había siempre alguien detrás de los actores indicándoles lo que tenían que hacer. En cambio, le sorprendía que su mujer permaneciera días enteros hablando bajo el influjo de una historia que de antemano se sabía deliberada.
–Es sólo una película –sentenció después de un rato. Y con la actitud inconsciente de variar hacia otra cosa, detuvo la mirada unos segundos en el vientre de ella.
–¿Qué miras? –le pregunto Zoila con un asomo de picardía, ganada ahora por una nueva excitación.
Lino se ruborizó en el acto.
–Ya sabes –respondió, y presionó la mano de ella para continuar de nuevo.
Dando un breve rodeo al busto de Bolognesi que miraba con dirección al mar, cruzaron en diagonal hasta el otro extremo de la plaza. Allí los edificios de madera llegaban a tener tres pisos, y albergaban dos hostales y una cadena de bares y heladerías en la primera planta. A esa hora de la noche, la gente conversaba alrededor de las bancas con crecida animación debida a la proximidad del verano. Algunos bocinazos interrumpían los corrillos de voces festivas, y en general, el intermitente estampido de las olas, se perdía desapercibido en el silencio por la costumbre de todos los días.
Sin detenerse, sofocados por el sopor de la noche, Zoila y Lino prosiguieron por una calle de doble vía, donde hacía más de cincuenta años algunos libaneses y un japonés, iniciaron sus prósperos comercios de telas con las mercancías que se obtenían de contrabando en el puerto.
Antes de terminar la cuadra, Zoila se detuvo atraída por una vitrina que exhibía dos maniquíes con ropa interior femenina. Desde hacía tiempo había hecho una elección en silencio.
–Me gusta ése –dijo, señalando el sostén de un maniquí detenido en la ejecución de un paso de baile.
–¿Cómo dices?, ¿cuál? –le pregunto Lino. A Zoila no le sorprendió que se hiciera el distraído.
–Que me gusta ése, el de festón rojo.
–¿Rojo?
–Sí, ¿qué te parece para navidad?, dime.
–Ya veremos –vaciló Lino unos instantes. Luego Zoila lo vio desviar la mirada a cualquier parte.
Llegó hasta ellos una mujer mayor de expresión notoriamente juvenil, cargando una bolsa repleta de mandarinas contra el pecho. Iba en sentido contrario.
–¡Qué bien Zoila –exclamó–, ya vas levantando el vestido.
–¿Sí? –dijo Zoila encantada.
–Sí –le confirmó la mujer–. ¿Cuántos meses van?
–Cuatro y medio –respondió Zoila.
–Y bien que se te notan.
La mujer apenas le dirigió una mirada a Lino, aunque a él no pareció importarle. Zoila no supo exactamente cómo, pero percibió que había una ligera tensión entre ellos. Se enganchó en el brazo de su marido y olvidándose del maniquí se despidió de la mujer con la mano.
Siguieron por la misma calle, que ahora se convertía en una sola y amplia vía empinada trabajosamente sobre una cuesta. Y después de unos pasos se detuvieron frente a la puerta del «Sanwa»; del local salía un alud de voces, y el cajero, nada oriental, llenaba de platos el mostrador de vidrio de la entrada.
A Zoila le sobrevino un apetito repentino, y le señaló a su marido una bandeja dentro del mostrador, llena de pequeñas láminas de pasta de harina fritas que tenían un aspecto crocante a la vista.
–Lino, quiero una porción – pidió haciéndose la niña.
Lino se aproximó, busco con la mirada el cartel de los precios, y luego, como si ella no se diera cuenta, deslizó una mano sigilosa a su bolsillo tanteando antes de responder.
–Otro día –dijo retirando la mano del bolsillo.
–Parecen unos pañuelitos arrugados –continuó Zoila–, amarillo¬-café con un rellenito de carne en una de las puntas… ¿no te parece? –y volvió el rostro hacia él.
–Otro día –repitió Lino–, vamos a la casa.
–Eres un tacaño –protestó Zoila enojada. No entendía cómo podía ser tan duro, ¿sería así con los vagos de la esquina? Sintió más que nunca las ganas de hacerse la niña.
Sin embargo, Lino tiró de ella obligándola a reiniciar la marcha.
Caminaron absortos y sin cruzar una palabra. Las campanas de la iglesia de la Inmaculada señalaron las nueve de la noche y aún se notaba cierta agitación en las calles. Pero conforme se fueron alejando del centro de la ciudad, el ruido de los automóviles fue adormitándose, y en su lugar se oían las conversaciones apagadas y la música de radio, que surgían de las puertas y ventanas abiertas de las casas de madera. Algunos vecinos, ahuyentados por el calor, salían a la vereda, y sentados con los brazos apoyados sobre el respaldo de las sillas, conversaban largamente sobre la suerte de sus hijos que hacía tiempo habían salido de la ciudad.
Poco antes de llegar a la casa, un hombre sudoroso y con huellas en la ropa de haber trabajado toda la tarde. Les dio alcance por la vereda opuesta.
–¡Lino! –llamó, y éste se volvió de inmediato–. Un buque noruego acaba de atracar.
–¡Sin vainas! –exclamó Lino. No estaba para bromas, ni para aguantarle a cualquiera.
–Y no va a ser –replicó el hombre–. Hay carga como para cuatro días –y se alejó apresurado.
Una ligera brisa sopló por un momento, y Lino pensó que seguramente traía el rostro de cavernícola que tanto le reprochaba Zoila. La vio abrir inmensamente los ojos y pacificó rostro.
–¿Ahora vamos? –le propuso ella.
–¿Qué?
–¿Vamos al chifa?
Se dejo vencer y la miró con ternura. Le paso una mano callosa por el vientre.
–Vamos chinita –le dijo–, chinita rellenita –y terminó de hablar con el rostro abrasado por una ola de calor.
Regresaron haciendo planes para el futuro. Sumando cargas y salarios con dos buques a la semana durante toda su vida podrían vivir bien, estar casi en la abundancia. Por supuesto que siempre habría problemas, pero con el trabajo seguro todo se superaría.
Cuando llegaron a la puerta del chifa, Zoila sintió los brazos fuertes de Lino reteniéndola un instante.
–Zoila –le dijo, solemne–, creo que de todas maneras vas a tener tu regalo de navidad.
–¿De veras? –exclamó ella.
Lino asintió. Zoila no lo podía creer. Movida por la emoción, se colgó de su cuello y le soltó un beso sobre la barba hirsuta.
–No sabes la falta que hace –murmuró.
Enseguida ingresó al chifa, y nada más vio la bandeja, volvió a salir a los pocos segundos adelantando unos pasos atortujados. Lino la esperaba en la puerta. Sintió unos deseos enormes de gritarle en la cara, de abofetearlo.
–¿Qué pasó? –pregunto él.
–Que ya no hay –le respondió sin mirarlo. Luego frunció los labios haciendo una mueca, que sintiera que estaba molesta, y agregó:– Si hubiéramos comprado antes… ¡Si no fueras tan tacaño!
Un cuarto de hora más tarde, en la casa, se sentaron a la mesa del comedor. Zoila, después de encender la radio, había servido dos tazas de té y unos bizcochuelos que habían sobrado de un día anterior. Lino se decepcionó.
–¿Qué pasó con la comida? –pregunto.
Pero tuvo que esperar a que Zoila se sirviera azúcar al té y moviera la cucharita formando un pequeño remolino.
–Esta es la comida –dijo ella después, hundiendo un trozo de bizcochuelo en el té.
Una corriente de aire entró por la puerta del patio e hizo flamear las cortinas que dividían el comedor del dormitorio. Lino alcanzó a ver una pata del catre que compartía con su mujer, en el preciso instante en que se oía un saludo de cumpleaños por la radio. Se sintió burlado.
–No es chiste –repuso gravemente.
–Claro que no –dijo ella, y se llevó el trozo de bizcochuelo humedecido a la boca–. Te comiste dos platos en el almuerzo y ya no queda más –agregó después.
Lino bebió perturbado su taza de té, sin tocar los bizcochuelos y sin decidirse a despegar la mirada del centro de la mesa. Oyó por la radio que se iniciaba un programa musical romántico, con la voz amanerada del locutor. Al terminar de beber se levantó y caminó hacia la puerta.
–Voy a la esquina –dijo, vibrando notoriamente–, a fumar un cigarro, por si acaso te importa tu marido –y salió.
Zoila permaneció con la mirada fija en la superficie del té, donde la bombilla de luz se reflejaba como un sol diminuto. Le vino el recuerdo de la primera semana de recién casados, aquellos momentos en los que después del ardor, cuando terminaban de hacerlo, a Lino le entraba un hambre repentino de todo el cuerpo. Incluso se levantaba los calzoncillos a rebuscar los restos de comida en las ollas, y si no había, se vestía a la carrera y salía a comprar algo en la tienda. Comía en la cama fingiendo un apetito enorme que daba risa, hasta que por fin se quedaba dormido o se le despertaban las ganas de nuevo. Sin proponérselo, Zoila, volvió al final de la película, y se dijo convencida, que Lino nunca se atrevería a cruzar el desierto.
Acabada la taza de té, se levantó y se fue hasta la cocina. En el trayecto, le fastidió oír al gallo de pelea que con tanto esmero criaba Lino. Se ubicó en un banco junto a la solitaria hornilla tiznada por innumerables capas de hollín, y, al volver la mirada hacia el prisma de luz que brotaba intenso desde el comedor, quedó paralizado por el minúsculo cosquilleo que sintió dentro de su vientre. Desbordada por el éxtasis, sonrió como si viera flotar las cosas en su sitio, y se pasó unos dedos trémulos acariciándose el ombligo. Sin pensarlo dos veces, con los ojos iluminados, se sirvió de una olla la comida que había sobrado del almuerzo.
(1) Tomado de Barcos de Arena. Lima: Lluvia editores, 1994.
(2) Mollendo (Arequipa), 1965. Estudió literatura en la Universidad Nacional de San Agustín y maestría en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Hizo un doctorado en la Universidad de Princeton (USA). En 1992 obtuvo el primer lugar en el concurso "El cuento de las mil palabras" de la revista Caretas. Ha publicado: Barcos de Arena (cuentos), Lima, 1994; Invencible como tu figura (novela), Lima, 2005.
No hay comentarios:
Publicar un comentario